domingo, 27 de noviembre de 2016

‘Bazuquita’ le gana la batalla a las drogas


Así luce hoy Maribel Gutiérrez después de comenzar su rehabilitación.
Barranquilla
Desde enero, Maribel Gutiérrez está en el programa de rehabilitación en el Hogar de Paso Distrital. “Ahora duermo en una cama con abanico”, dice sonriente.
Probablemente el nombre Maribel Gutiérrez, no resulte familiar para la gran mayoría de los barranquilleros, sin embargo el casi que despectivo remoquete de Bazuquita o Bazuquito a muchísimos de los habitantes de esta ciudad por lo menos le trae algún recuerdo o una relación libre de forma inmediata.
Estos dos hermanos por más de 30 años  estuvieron deambulando las aceras de Barranquilla como asiduos tramperos de la calle, convirtiéndose  de una manera inusitada en parte misma del paisaje urbano de la ciudad. La calle 72 los amamantó en medio de un delirio compartido de décadas, pasadas por alcohol, pegante, bazuco y otros aditamentos  inherentes al submundo de las aceras. En la intemperie, el abandono del cuerpo y el alma, como una especie de tributo inconsciente ofrecido a la jungla de cemento que los produce y luego los rechaza, estos  dos hermanos ya convertidos de alguna extraña manera en personajes públicos del mundo marginal solo los separó la muerte.
John Alexánder Gutiérrez o Bazuquito, como todos lo conocían, murió en su ley, en la misma calle que le terminó cobrando cada uno de sus desmanes y excesos.  El 12 de septiembre del 2011, en la puerta  del  Hospital de Barranquilla,  solo,  atacado por una fiera infección en una hemorroide, Bazuquito se despidió de una ciudad que lo vio crecer enganchado a la bolsa de pegante.
Después de la muerte de John muchos se preguntaron si Maribel o Bazuquita estaba predestinada a correr con la misma suerte de su hermano. Aunque sonara algo doloroso, todo indicaba que la calle terminaría por cobrar su factura y se tragaría sin piedad los despojos de ese cuerpo que parió dos hijos, que recibió cuchilladas, balas, frío, calor y abusos de toda índole.       
El consumo de pegante la acompañó por más de 30 años.http://www.elheraldo.co/local/bazuquita-le-gana-la-batalla-las-drogas-130839
La calle 72. El estadio Romelio Martínez, el coliseo Elías Chegwin, la Olímpica de la 47, el almacén Ley de 46 y el parque Suri Salcedo y sus alrededores fueron durante muchos años su escenario natural.
Hoy en este sector de la ciudad por donde Maribel arrastraba su vida y sus penas,  muchos se preguntan qué ha pasado con ella.
Maribel llegó a Barranquilla a mediados de la década del setenta proveniente de Barrancabermeja, junto a su mamá Yolanda Gutiérrez, conocida como la Zarca, que murió hace más de 30 años junto al viejo árbol de almendra que está en el parque de los Músicos. A la Zarca la mataron el licor y las drogas. Ese fue un día triste para John y Maribel, que en ese tiempo estaban entre los  8 y los 6 años de edad. Allí comenzó para estos dos hermanos ese largo viaje al corazón de las calles, la noche y las drogas.
Maribel y digo Maribel porque ella misma ya no permite que la llamen Bazuquita porque tanto como ese apodo y toda la mala vida que arrastró con él hacen parte de un pasado doloroso que es mejor que se quede allá mismo, en pretérito, en la esquina del olvido.
Comienza la batalla. Hoy,  Maribel es uno  de los 88 internos con los que cuenta el Hogar de Paso Distrital. Una especie de pequeño oasis para los habitantes de la calle y los adultos mayores que padecen la fría realidad del abandono.
Desde el 20 de enero de este año, la mujer inició una carrera para ganarle a las drogas, la muerte y la locura.
Nueve meses después, su semblante, el color del cabello, su rostro y su piel hablan por sí solos de un proceso de recuperación paulatino que la tienen prácticamente irreconocible.
“Cuando ella llegó en enero estaba totalmente desubicada, agresiva, se quería devolver para la calle y la ansiedad y la abstinencia la tenían incontrolable”, afirmó la coordinadora, Luisa Mora.

Este es el cuarto donde hoy duerme en el Hogar de Paso de la Secretaría de Gestión Social del Distrito. “Estoy bien”, dice sonriente.
Maribel llegó al Hogar con  problemas gástricos, muy sucia y con una fuerte escabiosis que le tenía afectado hasta el cráneo. “Le practicamos exámenes de todo tipo y se descartaron VIH, hepatitis y tuberculosis, pero pensábamos que su problema era ya mental”, aseguró.
Relata que Maribel casi no se comunicaba, tiraba la comida, se ensuciaba encima, untaba las paredes con sus excrementos y siempre los atacaba con obscenidades.
Luego de casi 8 meses, su relación con el equipo es amable  y se ha convertido en la consentida del Hogar. “Ahora ella es un símbolo para nosotros, por lo difícil de su caso y porque ahora incluso se ha vuelto muy colaboradora”, recalcó.
“Me siento muy bien, no quiero oler más a feo, me baño todos los días y hasta dos veces. Ahora duermo en una cama con abanico y todo, estoy bien”, dijo una sonriente Maribel.
Al preguntarle sobre sus hijos ella alude un poco el tema y solo alcanza a decir que la niña la tiene una mujer rica y el niño que nació en plena calle 72 se lo quitaron en el hospital (el niño está bajo la potestad del ICBF). “Yo no quiero conocerlos porque no quiero que caigan en el vicio como yo” aseguró.
Según la secretaría de Gestión Social, Karen Abudinén, el caso de Maribel es excepcional y necesita por lo menos de unos 3 años continuos de tratamiento para pensar en la resocialización y su reincorporación a la sociedad.
“El 60% de la población interna son adultos mayores que recogemos de la calle. Este es un trabajo articulado con otras Secretarías como la de Salud y Educación y para sostenerlo se invierten cerca de 700 millones de pesos al año” explicó la funcionaria.
“Este es un caso especial, ver ese cambio tan maravilloso, el sentido de pertenencia que ella tiene con el Hogar y su recuperación a todos nos llena de orgullo”, anotó Said Navarro, asistente de la coordinadora del Hogar.
En la actualidad, las directivas están gestionando un tratamiento con fisioterapeutas para ayudarla a recuperar la movilidad en sus piernas, atrofiadas luego de que un vehículo la atropellara en la vía pública hace varios años.
Por el momento, Maribel viene ganando la primera de las más fieras batallas de su vida, en esa lucha contra una enfermedad que cobró la vida de su madre y de su hermano.


Una noche de difuntos en el Cementerio Calancala

 
Foto: Jesús Rico
Barranquilla
Rubén Guerra y Alberto Patiño llevan 10 años cada uno vigilando que a este camposanto no entren intrusos, y velan porque no se cometan profanaciones ni actos delictivos en el recinto.
31 de octubre 10:30 de la noche, Cementerio Calancala. Bajo un cielo cerrado, carente del reflejo luminoso  de la luna y en medio de un silencio abrumador, violentado en escasas ocasiones por los ladridos lejanos de algún perro callejero que deambula, iniciamos el recorrido nocturno de la mano de los dos vigilantes de este camposanto, uno de los más antiguos y tradicionales de la ciudad.
Como una sombra más en la noche nos guía Rubén Guerra, quien lleva toda una década trabajando como vigilante en el  Cementerio Calancala y cuyos turnos casi siempre han sido en el horario nocturno.
De hecho, su vida laboral comienza a las 6 de tarde, cuando se cierran las puertas del cementerio al público y Rubén, acompañado de otro trabajador y de cinco perros sin pedigrí, queda aislado del mundo exterior hasta las 8 de la mañana, cuando se reabren las puertas del camposanto.
Su vida transcurre entre el ulular del viento, que subraya la ausencia de las voces o de los ruidos causados por la actividad de los vivos, y en medio del espacio sacro, poblado de cruces y de todo tipo de símbolos religiosos, en el que reposan los cuerpos, los huesos y demás restos de millares de seres humanos que cruzaron el umbral entre la vida y la muerte.
“Lo que más me gusta de este trabajo es que puedo ser útil a la sociedad. Con él, he podido salir adelante haciendo algo honesto” sostiene Rubén. 
Habla en medio de una atmósfera que recuerda la fragilidad de la existencia y hace conscientes a quienes la visitan de su fugaz mortalidad.  “Antes, cuando las paredes no se habían levantado así, como ahora, y no tenían alambre de concertina, esto era un desastre. Se metían drogadictos, homosexuales, parejas a hacer sus cosas, profanadores de tumbas. Todo cambió con la administración del padre Manuel  Domingo Arteaga, quien hace más de doce años le puso orden a esto”, apunta Guerra, con su escopeta terciada y la linterna en la mano, mientras ilumina los oscuros pasillos poblados de flores yertas y sombras difusas.
El silencio da paso a un repentino sonido de fondo. Como si se tratase de la banda sonora de la Víspera de todos los Santos, el blues desesperado de los grillos y las cigarra
s comienza a zumbar en los oídos.
Con diez años de experiencia, Guerra ya ha desarrollado ‘callos’ en sus nervios y considera que todo lo que se teje en torno a los cementerios, al Día de los Difuntos y al Día de las Brujas no son más que mitos. “Hay que temerle es a los vivos, mi hermano”, dice convencido, aunque recuerda un episodio puntual que logró hacerle temblar esa especie de coraza que lo mantiene a salvo de supersticiones.
Por qué llorará el niño. “En Semana Santa, también para los meses de junio y julio, y generalmente los viernes, he sentido nítido y claro el llanto de un bebé. Un llanto como desesperado y rabioso.  Y no lo he sentido yo solo. Varios compañeros, también”,  asegura.
Según Guerra, cada vez que el extraño llanto se hace sentir, hasta los perros quedan paralizados. “La segunda vez que lo sentí, ahí sí te digo que se me erizó la piel. Nos hemos puesto a buscarlo y todo, pero no encontramos nada”, relata.
Pero es mejor prevenir. Y Guerra, en el Día de las Brujas, asegura que por todo lo que se dice en los medios sobre la proliferación de rituales y actividades relacionadas con los muertos, ellos redoblan la seguridad, están más precavidos y realizan más rondas que las acostumbradas.
El contador público que vigila la paz de los muertos. Por su parte, Alberto Patiño lleva diez años alternando turnos nocturnos y diurnos semanalmente. “Toca estar pendiente, porque a veces se meten los viciosos a robarse las flores. Sobre todo en estas fechas, cuando se aproxima el Día de los Muertos” dice.
Para Patiño, el Día de las Brujas es como cualquier otro en el cementerio. Sin embargo, explica que, como cosa curiosa, es el día más oscuro del año. “Siempre es así. No sé por qué, pero generalmente aquí hay días en que no se necesita la linterna”.
El curtido vigilante nocturno acaba de obtener su título como Contador público, tiene cinco hijos “a quienes  no les hace  falta nada” y le debe todo a este trabajo, un oficio que la mayoría de sus conocidos rechaza por mera superstición.
“Uno encuentra cosas raras, como naranjas puyadas con alfileres, berenjenas cruzadas y con nombres de personas, muñecos hechos de  trapo con alfileres chuzándolos, veladoras negras y varias cosas de ese tipo. Si nosotros encontramos a alguien en esas, lo sacamos y quemamos las cosas en el horno”, aclara.
Uno de los momentos más extraños que vivió Patiño fue hace dos años, justo a las 12 de la noche, cuando un sujeto vestido de blanco llegó hasta la entrada del cementerio y, de espaldas, comenzó a lanzar naranjas mientras entonaba extrañas oraciones. “Fue un Día de Brujas como hoy. El tipo tiró doce naranjas y doce monedas de 100 pesos. Cada que tiraba una, hacía una especie de oración en una lengua indígena. Cuando terminó, se montó en una camioneta y se fue”.
Poco antes de la medianoche, ya de regreso de una ronda completa por el camposanto, un extraño sonido llama la atención  de todos. Los perros se dispersan y de una de las tumbas se escapa una especie de fuerte suspiro. Pareciera como si se escapara el aire de un objeto inflado. No era fácil de identificar. Patiño apuntó con el haz de su linterna hacia el lugar exacto de la procedencia del sonido y, aunque nadie alcanzó a ver nada, llegó a la conclusión de que era un gato crispado por la presencia de los perros.
Por lo menos, así lo explicó el escepticismo del vigilante, quien le presta poca atención a los mitos y leyendas relacionadas con lo paranormal que se tejen por estas fechas, derivadas de la creencia de los antiguos celtas, quienes pensaban que la línea que une a este mundo con el más allá  se estrechaba con la llegada del Samhain, una fiesta identificada como la raíz primitiva de la celebración pagana de Halloween.
Poco o nada cree él de eso, aunque los sucesos extraños sigan perturbándolo.
No solo a él, también al grupo periodístico que fue al Calancala. Al terminar de revisar las fotos tomadas en la jornada,  en especial una de Patiño sentado al borde de unos nichos,  se registra una extraña luz con forma de nube, flotando en el aire ¿Un efecto provocado por  las luces de las linternas, quizás? ¿Un fenómeno vedado para el ojo humano y captado solo por la cámara? Ni idea.
Lo cierto es que pasar la Noche de Brujas en un cementerio entre tumbas y muertos, es una experiencia entretenidamente sugestiva y no apta para corazones averiados.

En Barranquilla se habla así


Barranquilla
De acuerdo con el libro ‘Sociolingüística urbana’, escrito por dos lingüistas barranquilleros, las palabras vaina, nojoda, man, nombe, pelá, loco son las más usadas en buses y paraderos.
“Eche, nojoda, ese man es que pone pereque con esa vaina, loco”
En cualquier otro lugar hispano parlante por fuera de esta esquina del Caribe la anterior frase no tendría ningún sentido, pero para un barranquillero nato no pasaría desapercibido que está compuesta, por lo menos, por cinco de las palabras más usadas en la oralidad cotidiana de los habitantes de Curramba.
Para un currambero de esos de Carnaval, sancocho, dominó y frías en la esquina, una afirmación como “ese jovencito ha estado todo el día descalzo” sonaría a floritura, comparada con la expresión local que dice lo mismo, pero en lenguaje ‘quillero’: –Ese pelao se la ha pasao todo el día a pata pelá.
De acuerdo con el libro Sociolingüística Urbana de Barranquilla, escrito por los lingüistas Alejandro Espinosa y Adelaida Salcedo, publicado por la Universidad Autónoma, las palabras vaina, nojoda, man, marica, nombe, pelá y loco están entre las más usadas por los residentes en la capital del Atlántico, también llamada Curramba, La Arenosa o Quilla, según los gustos, usos y desusos generacionales.
La investigación logró identificar, a través de grabaciones en buses y paraderos de las rutas de Sobusa, un cuadro estadístico en el que quedó plasmado cómo el barranquillero, independientemente de raza o estrato, ha desarrollado un modo particular de entender y plasmar el lenguaje en su cotidianidad.
Tomando como punto de partida este ejercicio académico, EL HERALDO realizó recorridos en las mismas rutas e incluso amplió el espectro, recogió impresiones, expresiones y conversaciones no solo en buses sino en las aceras del Centro, universidades, paraderos y centros comerciales, para tomarle el pulso a las dinámicas urbanas de nuestra manera particular de comunicarnos.


Viaje en bus a 38 grados
‘Nevada’ de los buses de Sobusa, calle 63 con carrera 3, barrio La Central, en Soledad. El viejo bus de Granabastos, más conocido como el ‘Tren de Granabastos’ o el ‘Pequeño Metro’ porque recorre la ciudad de sur a norte y viceversa, inicia su largo camino completamente vacío. Ricardo Arroyo, su conductor, un hombre que lleva al volante de estas viejas naves por lo menos 19 años, recuerda que las palabras que más escucha en los recorridos son “nojoda y cipote vaina”; “¡qué calor o cipote fogaje”.
“La gente generalmente es amable, pero cuando no les das la parada donde ellos quieren, o le mientan la madrea a uno o nos echan vainazos como: ‘¿Entonces qué?, me vas a llevar pa’ tu casa’”, expresa Arroyo. “Antes  –agrega– la gente conversaba más, pero ahora van pendientes de sus celulares”.
Lentamente, el autobús ‘navegaba’ el mar urbano de Barranquilla y nosotros iniciábamos la observación como espía de conversaciones ajenas, bajo un inclemente clima, a no menos de 38 grados, que empezó resbalar literalmente por el cuello convertido en gotas de sudor. En el barrio soledeño de Las Moras comenzaron a llenarse las sillas.
–Nojoda, no sé qué voy a hacer con esta boca pelá. ¡Uff, qué calor!
Así le comentaba una joven a su compañera de viaje lo que sentía con su boca lastimada y la alta temperatura, mientras, poco a poco, el automotor buscaba el norte de la ciudad. Solo el par de jovencitas conversaba a sus anchas, porque el resto de pasajeros iba ensimismado en los teléfonos o escuchando música con audífonos.
El máximo exponente del gospel pop criollo, Alex Campos, amenizaba con sus oraciones cantadas el trayecto, dejando escapar su voz por los parlantes del bus: “Al taller del maestro vengo...”.
–Es que esa vaina se ve espectacular-. Le decía otra joven a su compañera de puesto respecto a un tipo de labial sugerido por su acompañante.  –Lo que yo recomiendo es siempre 1A.
Solo había transcurrido media hora de camino y las palabras “nojoda” y “vaina” se habían mencionado no menos de cinco veces en las pocas conversaciones escuchadas, validando la investigación de Espinosa y Salcedo.
De acuerdo con Espinosa, para los barranquilleros “vaina” reemplaza la “palabra que no se tiene en el momento” y se convierte en un “soporte o apoyo”, al punto de que “puede ser cualquier cosa u objeto”. “Por ejemplo: ‘Pero esa vaina fue cule parranda’; ‘¿esa vaina qué es?’; ‘por esa vaina yo me muero’”.
Explica que fueron más de 50 horas de grabación en buses y paraderos durante la investigación realizada entre 2010 y 2012. El libro fue publicado en 2013.
“Nojoda” se interpreta desde diferentes conceptos y acepciones, como exageración, duda o pregunta, comenta. “Expresa una intención comunicativa con fuerza emotiva, lo que hace que la comunicación se haga más dinámica y espontánea: ‘Nojoda la falla fue mía’. ‘Nojoda, ese man es más saludable que un Alka-Seltzert’. ‘Nojoda, tronco ‘e vieja’”, expresa el lingüista.
Pero, ¿por qué hablamos así? Alejandro Espinosa asegura que es por el contexto, por nuestra ubicación geográfica. “Los que vivimos en el Caribe tendemos a esa representación lingüística que es muy espontánea, lo que permite que tengamos nuestra propia significación, nuestra propia fonética y gramática”, apunta.
–Esa vaina antes no estaba así, pero mi mamá le cayó el tema y, ajá, qué se puede hacer- dice, en otro momento de su conversación, la joven que viajaba en la fila izquierda del bus de Sobusa.
–Y después esa vaina se pone peor-, le respondió su compañera de puesto.
En nuestro primer muestreo en el Sobusa logramos apreciar que, como lo anticipó el conductor Ricardo Arroyo, el acceso a la tecnología, puntualmente a los teléfonos inteligentes, ha fracturado, casi que eliminado, las relaciones interpersonales en los buses. Hoy la gente conversa menos porque va conectada a Internet, wasapeando, mirando Facebook o escuchando música.
El paradero
En medio del calor de la media mañana, en los paraderos las personas interactúan de forma espontánea y más si se trata de jóvenes estudiantes.
–Nojada, cule filo que hace, a esta hora, lo que tengo es ganas de un cule poco de arroz, carne y tajá, y un vaso de agua e’ panela bien fría y después a dormí-. Quien habla es un estudiante de la Universidad del Atlántico (hasta donde llegó nuestro viaje, luego de hora y media de recorrido), acompañado en el paradero de buses de la sede norte por varios compañeros.
–Pagó, vamos a hacer el trabajo porque viene el profe y nos da es palo-, le responde uno de ellos, pero el joven de la idea de ir a comer asegura: –Primero vamos pa’ esa, pa’ el arroz.
Espinosa comenta que esta manera de expresarse es dialectal, sociolectal, porque, reafirma, “muestra cómo se comunica el costeño en general”.
El profesor explica que lo sociolectal es la manera como un grupo menor hace uso de la lengua en condiciones específicas y lo dialectal hace parte de algo más macro y general que se da por región.
El conductor Rafael Baena, con 16 años de experiencia, destaca que las expresiones que a menudo escucha en sus trayectos son “¡aguanta! o ¡hey!, ¿pa’ dónde me vas a llevar? O ¡cule calor que hace aquí loco!”.
Ampliando el espectro: Paseo Bolívar
El Centro de Barranquilla es una zona donde la actividad conversacional es constante y frenética debido al gran flujo de personas que allí convergen a diario.
Para la asesora de ventas Kelly Solano, la palabra más usada por los barranquilleros es “ñerda” y, en ese orden, le siguen “¡qué vaina! y ¡carajo!”.
La también vendedora Mónica López considera que son “caramba”, “nojoda” y “erda”. Como puede apreciarse, vaina y nojoda están presentes tanto en las expresiones personales como en las apreciaciones personales.
–Viejo man, te voy tirar un dato: el otro día me pillé a esa pelá y nos encerramos en un motel y eso fue... nojada loco, ni pa’ que te cuento.
–¡Jura!, nojoda te dio la lora entonces, eche.
Fue la primera conversación escuchada en una de las esquinas del Paseo Bolívar.
–El pelao estaba ahí. Yo no lo conozco bien, pero me hizo la vuelta.
–Nojoda es que tiene que ser así, socio, porque de lo contrario eso seguía demorao.
Así conversaban otras dos personas frente a la Alcaldía.
Espinosa ratifica que el hablar de los barranquilleros es “espontáneo, no acepta depuraciones fonológicas o discursivas y, además, es relajado. “Los costeños nos comemos letras, aspiramos la ‘s’”, detalla.
El lingüista y profesor de la Uniautónoma también destaca que uno de los resultados más importantes del estudio fue identificar cómo las palabras, en un momento determinado, toman fuerza gracias a la producción, a la circulación de los hablantes.
Explica que a eso se le llama “momento diantropológico”, que es como el arranque en el uso de determinada palabra. “Es cuando una palabra empieza a tomar fuerza entre los hablantes para convertirse en un signo con sentido, con significación, es lo que el lingüista Eliseo Verón llamaba los discursos sociales, que se gestan a partir de un hecho determinado. Aquí juega un papel importante la espontaneidad”, subraya.
Para el comerciante Rafael Barrios “bacano” es la palabra de más uso entre sus conocidos. “Eso es del uso común del pueblo y significa que algo está bueno”, comenta.
Karen Cubillos, estudiante de Psicología, está completamente segura de que la palabra más usada en Barranquilla es “nojoda”. “La usan para mostrar asombro, para expresar rabia o admiración. Es como un comodín que sirve para todo. Tiene muchos usos”, apunta.
En la U
Los estudiantes a la salida de las universidades interactúan de forma espontánea, sin embargo la conversación en este punto varía de foco y de sentido: –Nojoda loco, ¿qué?, estabas perdío.
–Nombe, nada. Tenía unas materias embolatadas y me tocó también hacer un viaje. El diálogo lo sostenían dos universitarios que esperaban un pedido de arepas asadas en una venta frente a la Universidad Simón Bolívar.
Otros dos, una universitaria que se despedía de su compañero, hablaban en otros términos: –No te pierdas y háblame por whatsapp o por el face. Es que tú te pierdes mucho.
–Ajá, pero si yo no te tengo.
–¿Cómo así? Claro, hace rato que te tengo agregada.
–La verdad no me acuerdo, pero, bueno, escríbeme.
Su diálogo es una muestra del universo lingüístico conectado con las nuevas tecnologías y las redes sociales.
En el centro comercial
Ir a un centro comercial se ha convertido es uno de los planes más recurrentes de los barranquilleros para distraerse. Para ellos es la segunda actividad más preferida después de ir a la playa, de acuerdo con la encuesta de Barranquilla Cómo Vamos.
En estos sitios la interacción se da tanto en el interior como en las afueras.
–No entiendo cómo Santos le aguanta tanto a Maduro, si ese man es un torcido.
–¿Más? Cule fariseo que es la figurita esa.
Esta vez las afirmaciones eran expresadas por dos hombres entrados en años que, sentados en las afueras de un centro comercial, hablaban de la dinámica geopolíticas de la región y de la crisis binacional con Venezuela.
–Nojoda uno no sabe qué es lo que pasa, pero esos contadores van más embalaos que Montoya. –¿Y por cuánto te llegó el recibo? –La maricaíta de 200 mil barras. –Muy caro. Esa gente cree que a uno le regalan la plata.
Los dos trabajadores que acababan de soltar turno se toparon con la noche y rumbo a sus casas, en las afueras del centro comercial, llevando a cuesta las preocupaciones cotidianas de los trabajadores barranquilleros.
Alejandro Espinosa dice que la forma en que nos expresamos en esta urbe es una manera de “buscar una identificación lingüística”, de poner la lengua en contexto. “Es lo que nos representa y nos muestra como una unidad diferente ante otras latitudes”.
El barranquillero se reconoce como alguien que “habla con emoción y pasión y que, a la vez, gesticula como con ritmo”. El ‘quillero’ defiende que le “imprime un tumbao” y un no sé qué de sal-pimienta a la hora de hablar con “desparpajo y frescura natural”. Por eso los profesores Alejandro Espinosa y Adelaida Salcedo, como el decir callejero, aseguran que a la hora de hablar el barranquillero lo que hace es bailar con las palabras.

sábado, 26 de noviembre de 2016