Juegos peligrosos
(Del libro "Las malas noticias llegan primero" Una de las obras ganadoras del Portafolio de Estímulo Distrital 2017)
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El calor estaba prendido como un enorme fogón
de leña. Afuera las cigarras no paraban de cantar
como enloquecidas, llamando a la lluvia. El uniforme
del colegio pesaba como armadura de caballero
medieval y la casa parecía como poseída por un espíritu
pesado y lento, amigo de las moscas, los mosquitos,
las cucarachas y todo tipo de bichos raros que aparecían
en cada rincón.
Sudando y hediondo a sol, como dice Enith, querían
que me zampara una sopa de mondongo caliente
a plena una de la tarde.
Me pregunté: ¿a quién le da
hambre cuando dentro de la ropa tiene un aguacero
caliente que le corre por la espalda, el cuello y los cachetes?
Los lunes, por lo general, eran unos días horriblemente
largos que pasaban lentos como un caracol.
Aunque Enith me quería engañar con ese cuento del
suero y el limón, “tómatela mijito. Con suerito y limón
eso es lo más sabroso que hay en el mundo”, y siguió
dándole por ahí un buen rato. Esa sopa caliente recuerdo
que apenas si la probé.
A medida que el calor se iba prendiendo más en la
casa, en la calle las cigarras gritaban más duro su canción
desesperada.
Como Armando tenía días que no
aparecía en el colegio, ni por la casa, me fui a visitarlo
y a llevarle las libretas para que se pusiera al día con
las lecciones, las tareas y las materias.
En la puerta de la casona estaba su papá, el Chino,
con la misma cara seria y rabiosa de siempre.
Estaba
sin camisa, mostrando las tremendas cicatrices que,
aunque ya todos se las conocían, seguían metiendo
miedo. Las hermanas de Armando, la Mona y la Chinita
bonita, las niñas más bacanas y asediadas del barrio,
ese día apenas salían para su clase de inglés y el
transporte las estaba esperando afuera, pitando con
insistencia. El Chino era dueño de varias casas de la
manzana, un parqueadero y dos lotes más. Un hombre
de plata, decía la gente del barrio, y por eso era
que Armando tenía todo lo que quería y por partida
doble: varias bicicletas, triciclos y patines. En su casa
había Atari, Telebolito y veían televisión de los gringos
por una antena especial.
Nadie más en el barrio tenía
tantas cosas como los hijos del Chino, ese mismo que
me miraba como un intruso invasor cada vez que me
acercaba a su reino.
Esa tarde Armando salió de su cuarto después de un
mes casi de encierro voluntario y Alvita se puso alegre
porque le llevé las libretas y lo ayudé a pasar unas
lecciones. El Chino se fue con su socio de negocios, en
un carro que parecía sacado de una película, con un
extraño dibujo en el capó y a los lados de la puerta que
era como un águila, o un dragón o un pájaro raro.
“Yo sé que estoy aquí por eso, y aunque todos ustedes
quieren hacerme pensar que yo no tuve la culpa. El
único que sabe qué fue lo que pasó soy yo”. “Está bien, todo eso lo entendemos, pero por lo menos
tiene que comer algo. Últimamente no quiere comer
nada: cuando no es el calor, es el frío. Cuando no es el
frío, es que no le gusta. Basta de pataletas”.
Cuando Alvita se quedó dormida viendo una telenovela
mexicana y se puso a roncar bajito en el sofá, Armando
me dijo: “Vete pa’ mi cuarto que te voy a mostrar
una cosa muy bacana”.
“¿Qué? ¿Un juguete nuevo que te trajeron de panameña
o de los gringos?”, le pregunté.
“Vete pa’ allá y no hables duro que se levanta mi
mamá”, contestó.
El cuarto de Armando era oscuro y no tenía ventanas,
pero tenía aire acondicionado, alfombra en todo el
piso, televisor, una guitarra, unos chacos originales y
hasta una cosa en donde uno ponía los pies y te hacía
cosquillas y te sacaba los dolores. Recuerdo que
Armando volvió del cuarto del Chino con una cara de
risa y de misterio al mismo tiempo y sacó una escuadra
chiquita, plateada y brillante por los lados y me
apuntó a la cabeza, muerto de la risa.
“¿Sí la ves, no es cule vaina bacana? En el cuarto de mi
papá hay más, pero esas son muy grandes, así como
pa’ gente grande. A mí me gusta es esta”, dijo sin dejarme
de apuntar y cerrando un ojo como quien afina
la puntería.
“Erdaaaa, ¿es de verdad? ¿Una pistola pa’ niños, pero
de verdad?”, pregunté.
Armando con la pistola en la mano y muerto de risa
empezó a sacarle las balas por el jopo a la pistola. Al
rato, cuando se aburrió de necear con el arma, me dejó
que la tocara y que tocara también las balas. Él sí sabía
cómo sacarle y meterle las balas, armarla y desarmarla
y hasta le quitaba una balita que le quedaba metida,
como él mismo dijo, en la recámara.
“Vamos a dispararla contra la pared”, le dije.
“Noooooooo, qué estás loco. Quieres que se levante mi
mamá y nos coja a fuete a los dos. Un día si quieres la
disparamos, pero en el patio de tu casa cuando Lucha
esté de viaje y la otra vieja sapa se vaya pa’ la calle”,
dijo.
Yo solo había visto las pistolas en televisión y me moría
por saber si de verdad, cuando se disparaba, sonaba
tan duro como en las películas o si un tiro hacía
explotar un carro o una pared.
Armando volvió a armar la pistola y me dijo que se
llamaba como un número, 765 o algo así. Le corrió el
cabezal hacia atrás y me apuntó de cerquita a la cabeza,
en toda la mitad de la frente.
“¿Qué tal si te pego un tiro? Te saldrían los sesos volando
de una y en la pared quedarían los pedazos pegados”.
“Si haces eso me matas y te meten enseguida a la cárcel.
A mí me entierran, pero ni el Chino, con todo lo
policía que fue, te va poder sacar de la cárcel”, le dije
mientras el muy bobo se partía de la risa sin dejar de
apuntarme.
“Ven, préstamela. Yo sí te disparo de una y te saco las
tripas”, le dije.
“Ahora menos te la presto, pa’ que me jodas. Olvídate
papi”, me contestó y enseguida se puso a darle vueltas
a la pistola con su dedo como en las películas de va-
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queros y presionó el gatillo tres veces seguidas apuntándome.
“¿Te cagas? ¿Tienes miedo, bobo? No ves que la tengo
en seguro”, soltó como desafiante y con tono como de
bollón sobrao.
“¿Quién te dijo que estoy cagao? ¿A caso yo soy el Niño,
o Henry? Pissssss. Vamos a dispararla en el patio”, lo
desafié.
Enseguida comenzó a apuntarme y a espichar el gatillo
mientras señalaba mi cabeza, la barriga y los huevos
con los ojos cerrados, como esperando que sonara
el estruendo o la explosión.
Alvita, que la teníamos
controlada desde la rendija de la puerta que estaba
abierta, se movía en el sofá de un lado para otro y se
quejaba en voz baja del bochorno.
“Con este calor nos vamos a achicharrar todos. Dios
mío. ¡Ufff! Pa’ que infierno si ya estamos en él”, comentó
como para ella misma, con los ojos cerrados.
Armando me soltó otro rato la pistola y sin que él se
diera cuenta que le había quitado el seguro empecé
apuntarle y a espichar el gatillo cada vez que se volteaba
para tener controlados los movimientos de su
mamá, pero esa pistola maleta no se disparó.
“¿Y ustedes qué hacen metidos en ese cuarto? ¿Por qué
están tan callados? Armando, contesta que es contigo”.
Alvita se levantó del sofá y enseguida me metí la
pistola en los huevos, pensando que si se disparaba me
volaba la picha.
“Nada má, ya terminamos de pasar las libretas. Ahora
le estoy mostrando lo que me enseñó el profesor de
guitarra”.
Armando se puso un dedo en el labio y me abrió los
ojos como un sapo inflado. Sentí los inconfundibles
pasos del Chino entrando a la casona y ahí sí que me
asusté de verdad y le entregué la pistola a Armando
como pude y me largué de ahí casi que corriendo.
Ya se había hecho de noche. La calle estaba sola y oscura.
Un fogaje de esos que le quitan a uno la respiración
se me montó en el cuerpo. En el parque, en la acera y
rodeando los árboles había como una neblina que no
me dejaba ver bien las terrazas de las casas. Como un
concierto gigante pegado en mis oídos empezó el canto
de millones de grillos, sapos y cigarras como si me
dieran la bienvenida en la carretera.
El piso empezó a temblar, los ventanales de las casas
empezaron a vibrar y a hacer un ruido como el de una
carrucha zumbando. Lo primero que vi fueron las luces
que me dejaron medio lelo y medio ciego. Después
empezó el sonido de la locomotora a subir de volumen
a medida que se acercaba al parque y enrumbaba justo
a nuestra calle. Cuando pasó a mi lado ese negro y
oxidado tren que destiló un aliento a melancolía y por
poco me tumba, pude ver que en los vagones, que eran
como siete, iba una sola persona, un hombre adulto
con los ojos tristes, que se me quedó mirando sin decir
ni hacer nada. Cuando terminó de pasar ese largo
ciempiés de batería, fue que lo sentí llorar, con ese bufido
escandaloso que hacen los trenes al pasar por las
estaciones de los corazones partidos. Lloró tres veces y
de esa chimenea que llevan a un lado de la locomotora
salió humo y ese humo se mezcló con la calina espesa
que se había tomado mi cuadra y la calle volvió a quedar
desolada.
Atravesé la calle aguantando un dolor de cabeza que
me disparó el pitido del tren. Entré a la casa buscando
con quien compartir mi asombro y a la única que encontré
fue a Lucha que estaba en su habitación, sola,
llorando desconsolada, con una foto de mi papá acunada
entre su pecho.