domingo, 1 de julio de 2018

Juegos peligrosos

Juegos peligrosos

 

        (Del libro "Las malas noticias llegan primero" Una de las obras ganadoras del Portafolio de Estímulo Distrital 2017)


https://www.uninorte.edu.co/documents/7399101/13521052/Art%C3%ADculo+16/6c5ffe42-452d-4058-9a73-2d6525bb8fd4

El calor estaba prendido como un enorme fogón de leña. Afuera las cigarras no paraban de cantar como enloquecidas, llamando a la lluvia. El uniforme del colegio pesaba como armadura de caballero medieval y la casa parecía como poseída por un espíritu pesado y lento, amigo de las moscas, los mosquitos, las cucarachas y todo tipo de bichos raros que aparecían en cada rincón. Sudando y hediondo a sol, como dice Enith, querían que me zampara una sopa de mondongo caliente a plena una de la tarde. 

Me pregunté: ¿a quién le da hambre cuando dentro de la ropa tiene un aguacero caliente que le corre por la espalda, el cuello y los cachetes? Los lunes, por lo general, eran unos días horriblemente largos que pasaban lentos como un caracol. Aunque Enith me quería engañar con ese cuento del suero y el limón, “tómatela mijito. Con suerito y limón eso es lo más sabroso que hay en el mundo”, y siguió dándole por ahí un buen rato. Esa sopa caliente recuerdo que apenas si la probé. A medida que el calor se iba prendiendo más en la casa, en la calle las cigarras gritaban más duro su canción desesperada. 
Como Armando tenía días que no aparecía en el colegio, ni por la casa, me fui a visitarlo y a llevarle las libretas para que se pusiera al día con las lecciones, las tareas y las materias. En la puerta de la casona estaba su papá, el Chino, con la misma cara seria y rabiosa de siempre. 

Estaba sin camisa, mostrando las tremendas cicatrices que, aunque ya todos se las conocían, seguían metiendo miedo. Las hermanas de Armando, la Mona y la Chinita bonita, las niñas más bacanas y asediadas del barrio, ese día apenas salían para su clase de inglés y el transporte las estaba esperando afuera, pitando con insistencia. El Chino era dueño de varias casas de la manzana, un parqueadero y dos lotes más. Un hombre de plata, decía la gente del barrio, y por eso era que Armando tenía todo lo que quería y por partida doble: varias bicicletas, triciclos y patines. En su casa había Atari, Telebolito y veían televisión de los gringos por una antena especial. 

Nadie más en el barrio tenía tantas cosas como los hijos del Chino, ese mismo que me miraba como un intruso invasor cada vez que me acercaba a su reino. Esa tarde Armando salió de su cuarto después de un mes casi de encierro voluntario y Alvita se puso alegre porque le llevé las libretas y lo ayudé a pasar unas lecciones. El Chino se fue con su socio de negocios, en un carro que parecía sacado de una película, con un extraño dibujo en el capó y a los lados de la puerta que era como un águila, o un dragón o un pájaro raro. “Yo sé que estoy aquí por eso, y aunque todos ustedes quieren hacerme pensar que yo no tuve la culpa. El único que sabe qué fue lo que pasó soy yo”. “Está bien, todo eso lo entendemos, pero por lo menos tiene que comer algo. Últimamente no quiere comer nada: cuando no es el calor, es el frío. Cuando no es el frío, es que no le gusta. Basta de pataletas”. 

Cuando Alvita se quedó dormida viendo una telenovela mexicana y se puso a roncar bajito en el sofá, Armando me dijo: “Vete pa’ mi cuarto que te voy a mostrar una cosa muy bacana”. “¿Qué? ¿Un juguete nuevo que te trajeron de panameña o de los gringos?”, le pregunté. “Vete pa’ allá y no hables duro que se levanta mi mamá”, contestó. El cuarto de Armando era oscuro y no tenía ventanas, pero tenía aire acondicionado, alfombra en todo el piso, televisor, una guitarra, unos chacos originales y hasta una cosa en donde uno ponía los pies y te hacía cosquillas y te sacaba los dolores. Recuerdo que Armando volvió del cuarto del Chino con una cara de risa y de misterio al mismo tiempo y sacó una escuadra chiquita, plateada y brillante por los lados y me apuntó a la cabeza, muerto de la risa. “¿Sí la ves, no es cule vaina bacana? En el cuarto de mi papá hay más, pero esas son muy grandes, así como pa’ gente grande. A mí me gusta es esta”, dijo sin dejarme de apuntar y cerrando un ojo como quien afina la puntería. “Erdaaaa, ¿es de verdad? ¿Una pistola pa’ niños, pero de verdad?”, pregunté. Armando con la pistola en la mano y muerto de risa empezó a sacarle las balas por el jopo a la pistola. Al rato, cuando se aburrió de necear con el arma, me dejó que la tocara y que tocara también las balas. Él sí sabía cómo sacarle y meterle las balas, armarla y desarmarla y hasta le quitaba una balita que le quedaba metida, como él mismo dijo, en la recámara. “Vamos a dispararla contra la pared”, le dije. “Noooooooo, qué estás loco. Quieres que se levante mi mamá y nos coja a fuete a los dos. Un día si quieres la disparamos, pero en el patio de tu casa cuando Lucha esté de viaje y la otra vieja sapa se vaya pa’ la calle”, dijo.

Yo solo había visto las pistolas en televisión y me moría por saber si de verdad, cuando se disparaba, sonaba tan duro como en las películas o si un tiro hacía explotar un carro o una pared. Armando volvió a armar la pistola y me dijo que se llamaba como un número, 765 o algo así. Le corrió el cabezal hacia atrás y me apuntó de cerquita a la cabeza, en toda la mitad de la frente. “¿Qué tal si te pego un tiro? Te saldrían los sesos volando de una y en la pared quedarían los pedazos pegados”. “Si haces eso me matas y te meten enseguida a la cárcel. A mí me entierran, pero ni el Chino, con todo lo policía que fue, te va poder sacar de la cárcel”, le dije mientras el muy bobo se partía de la risa sin dejar de apuntarme. “Ven, préstamela. Yo sí te disparo de una y te saco las tripas”, le dije. “Ahora menos te la presto, pa’ que me jodas. Olvídate papi”, me contestó y enseguida se puso a darle vueltas a la pistola con su dedo como en las películas de va- 108 queros y presionó el gatillo tres veces seguidas apuntándome. “¿Te cagas? ¿Tienes miedo, bobo? No ves que la tengo en seguro”, soltó como desafiante y con tono como de bollón sobrao. “¿Quién te dijo que estoy cagao? ¿A caso yo soy el Niño, o Henry? Pissssss. Vamos a dispararla en el patio”, lo desafié. Enseguida comenzó a apuntarme y a espichar el gatillo mientras señalaba mi cabeza, la barriga y los huevos con los ojos cerrados, como esperando que sonara el estruendo o la explosión. 

Alvita, que la teníamos controlada desde la rendija de la puerta que estaba abierta, se movía en el sofá de un lado para otro y se quejaba en voz baja del bochorno. “Con este calor nos vamos a achicharrar todos. Dios mío. ¡Ufff! Pa’ que infierno si ya estamos en él”, comentó como para ella misma, con los ojos cerrados. Armando me soltó otro rato la pistola y sin que él se diera cuenta que le había quitado el seguro empecé apuntarle y a espichar el gatillo cada vez que se volteaba para tener controlados los movimientos de su mamá, pero esa pistola maleta no se disparó. “¿Y ustedes qué hacen metidos en ese cuarto? ¿Por qué están tan callados? Armando, contesta que es contigo”. Alvita se levantó del sofá y enseguida me metí la pistola en los huevos, pensando que si se disparaba me volaba la picha. “Nada má, ya terminamos de pasar las libretas. Ahora le estoy mostrando lo que me enseñó el profesor de guitarra”. Armando se puso un dedo en el labio y me abrió los ojos como un sapo inflado. Sentí los inconfundibles pasos del Chino entrando a la casona y ahí sí que me asusté de verdad y le entregué la pistola a Armando como pude y me largué de ahí casi que corriendo. 

Ya se había hecho de noche. La calle estaba sola y oscura. Un fogaje de esos que le quitan a uno la respiración se me montó en el cuerpo. En el parque, en la acera y rodeando los árboles había como una neblina que no me dejaba ver bien las terrazas de las casas. Como un concierto gigante pegado en mis oídos empezó el canto de millones de grillos, sapos y cigarras como si me dieran la bienvenida en la carretera. El piso empezó a temblar, los ventanales de las casas empezaron a vibrar y a hacer un ruido como el de una carrucha zumbando. Lo primero que vi fueron las luces que me dejaron medio lelo y medio ciego. Después empezó el sonido de la locomotora a subir de volumen a medida que se acercaba al parque y enrumbaba justo a nuestra calle. Cuando pasó a mi lado ese negro y oxidado tren que destiló un aliento a melancolía y por poco me tumba, pude ver que en los vagones, que eran como siete, iba una sola persona, un hombre adulto con los ojos tristes, que se me quedó mirando sin decir ni hacer nada. Cuando terminó de pasar ese largo ciempiés de batería, fue que lo sentí llorar, con ese bufido escandaloso que hacen los trenes al pasar por las estaciones de los corazones partidos. Lloró tres veces y de esa chimenea que llevan a un lado de la locomotora salió humo y ese humo se mezcló con la calina espesa que se había tomado mi cuadra y la calle volvió a quedar desolada. Atravesé la calle aguantando un dolor de cabeza que me disparó el pitido del tren. Entré a la casa buscando con quien compartir mi asombro y a la única que encontré fue a Lucha que estaba en su habitación, sola, llorando desconsolada, con una foto de mi papá acunada entre su pecho.