El calor estaba prendido como un enorme fogón
de leña. Afuera las cigarras no paraban de cantar
como enloquecidas, llamando a la lluvia. El uniforme
del colegio pesaba como armadura de caballero
medieval y la casa parecía como poseída por un espíritu
pesado y lento, amigo de las moscas, los mosquitos,
las cucarachas y todo tipo de bichos raros que aparecían
en cada rincón.
Sudando y hediondo a sol, como dice Enith, querían
que me zampara una sopa de mondongo caliente
a plena una de la tarde.
Me pregunté: ¿a quién le da
hambre cuando dentro de la ropa tiene un aguacero
caliente que le corre por la espalda, el cuello y los cachetes?
Los lunes, por lo general, eran unos días horriblemente
largos que pasaban lentos como un caracol.
Aunque Enith me quería engañar con ese cuento del
suero y el limón, “tómatela mijito. Con suerito y limón
eso es lo más sabroso que hay en el mundo”, y siguió
dándole por ahí un buen rato. Esa sopa caliente recuerdo
que apenas si la probé.
A medida que el calor se iba prendiendo más en la
casa, en la calle las cigarras gritaban más duro su canción
desesperada.
Como Armando tenía días que no
aparecía en el colegio, ni por la casa, me fui a visitarlo
y a llevarle las libretas para que se pusiera al día con
las lecciones, las tareas y las materias.
En la puerta de la casona estaba su papá, el Chino,
con la misma cara seria y rabiosa de siempre.
Estaba
sin camisa, mostrando las tremendas cicatrices que,
aunque ya todos se las conocían, seguían metiendo
miedo. Las hermanas de Armando, la Mona y la Chinita
bonita, las niñas más bacanas y asediadas del barrio,
ese día apenas salían para su clase de inglés y el
transporte las estaba esperando afuera, pitando con
insistencia. El Chino era dueño de varias casas de la
manzana, un parqueadero y dos lotes más. Un hombre
de plata, decía la gente del barrio, y por eso era
que Armando tenía todo lo que quería y por partida
doble: varias bicicletas, triciclos y patines. En su casa
había Atari, Telebolito y veían televisión de los gringos
por una antena especial.
Nadie más en el barrio tenía
tantas cosas como los hijos del Chino, ese mismo que
me miraba como un intruso invasor cada vez que me
acercaba a su reino.
Esa tarde Armando salió de su cuarto después de un
mes casi de encierro voluntario y Alvita se puso alegre
porque le llevé las libretas y lo ayudé a pasar unas
lecciones. El Chino se fue con su socio de negocios, en
un carro que parecía sacado de una película, con un
extraño dibujo en el capó y a los lados de la puerta que
era como un águila, o un dragón o un pájaro raro.
“Yo sé que estoy aquí por eso, y aunque todos ustedes
quieren hacerme pensar que yo no tuve la culpa. El
único que sabe qué fue lo que pasó soy yo”. “Está bien, todo eso lo entendemos, pero por lo menos
tiene que comer algo. Últimamente no quiere comer
nada: cuando no es el calor, es el frío. Cuando no es el
frío, es que no le gusta. Basta de pataletas”.
Cuando Alvita se quedó dormida viendo una telenovela
mexicana y se puso a roncar bajito en el sofá, Armando
me dijo: “Vete pa’ mi cuarto que te voy a mostrar
una cosa muy bacana”.
“¿Qué? ¿Un juguete nuevo que te trajeron de panameña
o de los gringos?”, le pregunté.
“Vete pa’ allá y no hables duro que se levanta mi
mamá”, contestó.
El cuarto de Armando era oscuro y no tenía ventanas,
pero tenía aire acondicionado, alfombra en todo el
piso, televisor, una guitarra, unos chacos originales y
hasta una cosa en donde uno ponía los pies y te hacía
cosquillas y te sacaba los dolores. Recuerdo que
Armando volvió del cuarto del Chino con una cara de
risa y de misterio al mismo tiempo y sacó una escuadra
chiquita, plateada y brillante por los lados y me
apuntó a la cabeza, muerto de la risa.
“¿Sí la ves, no es cule vaina bacana? En el cuarto de mi
papá hay más, pero esas son muy grandes, así como
pa’ gente grande. A mí me gusta es esta”, dijo sin dejarme
de apuntar y cerrando un ojo como quien afina
la puntería.
“Erdaaaa, ¿es de verdad? ¿Una pistola pa’ niños, pero
de verdad?”, pregunté.
Armando con la pistola en la mano y muerto de risa
empezó a sacarle las balas por el jopo a la pistola. Al
rato, cuando se aburrió de necear con el arma, me dejó
que la tocara y que tocara también las balas. Él sí sabía
cómo sacarle y meterle las balas, armarla y desarmarla
y hasta le quitaba una balita que le quedaba metida,
como él mismo dijo, en la recámara.
“Vamos a dispararla contra la pared”, le dije.
“Noooooooo, qué estás loco. Quieres que se levante mi
mamá y nos coja a fuete a los dos. Un día si quieres la
disparamos, pero en el patio de tu casa cuando Lucha
esté de viaje y la otra vieja sapa se vaya pa’ la calle”,
dijo.
Yo solo había visto las pistolas en televisión y me moría
por saber si de verdad, cuando se disparaba, sonaba
tan duro como en las películas o si un tiro hacía
explotar un carro o una pared.
Armando volvió a armar la pistola y me dijo que se
llamaba como un número, 765 o algo así. Le corrió el
cabezal hacia atrás y me apuntó de cerquita a la cabeza,
en toda la mitad de la frente.
“¿Qué tal si te pego un tiro? Te saldrían los sesos volando
de una y en la pared quedarían los pedazos pegados”.
“Si haces eso me matas y te meten enseguida a la cárcel.
A mí me entierran, pero ni el Chino, con todo lo
policía que fue, te va poder sacar de la cárcel”, le dije
mientras el muy bobo se partía de la risa sin dejar de
apuntarme.
“Ven, préstamela. Yo sí te disparo de una y te saco las
tripas”, le dije.
“Ahora menos te la presto, pa’ que me jodas. Olvídate
papi”, me contestó y enseguida se puso a darle vueltas
a la pistola con su dedo como en las películas de va-
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queros y presionó el gatillo tres veces seguidas apuntándome.
“¿Te cagas? ¿Tienes miedo, bobo? No ves que la tengo
en seguro”, soltó como desafiante y con tono como de
bollón sobrao.
“¿Quién te dijo que estoy cagao? ¿A caso yo soy el Niño,
o Henry? Pissssss. Vamos a dispararla en el patio”, lo
desafié.
Enseguida comenzó a apuntarme y a espichar el gatillo
mientras señalaba mi cabeza, la barriga y los huevos
con los ojos cerrados, como esperando que sonara
el estruendo o la explosión.
Alvita, que la teníamos
controlada desde la rendija de la puerta que estaba
abierta, se movía en el sofá de un lado para otro y se
quejaba en voz baja del bochorno.
“Con este calor nos vamos a achicharrar todos. Dios
mío. ¡Ufff! Pa’ que infierno si ya estamos en él”, comentó
como para ella misma, con los ojos cerrados.
Armando me soltó otro rato la pistola y sin que él se
diera cuenta que le había quitado el seguro empecé
apuntarle y a espichar el gatillo cada vez que se volteaba
para tener controlados los movimientos de su
mamá, pero esa pistola maleta no se disparó.
“¿Y ustedes qué hacen metidos en ese cuarto? ¿Por qué
están tan callados? Armando, contesta que es contigo”.
Alvita se levantó del sofá y enseguida me metí la
pistola en los huevos, pensando que si se disparaba me
volaba la picha.
“Nada má, ya terminamos de pasar las libretas. Ahora
le estoy mostrando lo que me enseñó el profesor de
guitarra”.
Armando se puso un dedo en el labio y me abrió los
ojos como un sapo inflado. Sentí los inconfundibles
pasos del Chino entrando a la casona y ahí sí que me
asusté de verdad y le entregué la pistola a Armando
como pude y me largué de ahí casi que corriendo.
Ya se había hecho de noche. La calle estaba sola y oscura.
Un fogaje de esos que le quitan a uno la respiración
se me montó en el cuerpo. En el parque, en la acera y
rodeando los árboles había como una neblina que no
me dejaba ver bien las terrazas de las casas. Como un
concierto gigante pegado en mis oídos empezó el canto
de millones de grillos, sapos y cigarras como si me
dieran la bienvenida en la carretera.
El piso empezó a temblar, los ventanales de las casas
empezaron a vibrar y a hacer un ruido como el de una
carrucha zumbando. Lo primero que vi fueron las luces
que me dejaron medio lelo y medio ciego. Después
empezó el sonido de la locomotora a subir de volumen
a medida que se acercaba al parque y enrumbaba justo
a nuestra calle. Cuando pasó a mi lado ese negro y
oxidado tren que destiló un aliento a melancolía y por
poco me tumba, pude ver que en los vagones, que eran
como siete, iba una sola persona, un hombre adulto
con los ojos tristes, que se me quedó mirando sin decir
ni hacer nada. Cuando terminó de pasar ese largo
ciempiés de batería, fue que lo sentí llorar, con ese bufido
escandaloso que hacen los trenes al pasar por las
estaciones de los corazones partidos. Lloró tres veces y
de esa chimenea que llevan a un lado de la locomotora
salió humo y ese humo se mezcló con la calina espesa
que se había tomado mi cuadra y la calle volvió a quedar
desolada.
Atravesé la calle aguantando un dolor de cabeza que
me disparó el pitido del tren. Entré a la casa buscando
con quien compartir mi asombro y a la única que encontré
fue a Lucha que estaba en su habitación, sola,
llorando desconsolada, con una foto de mi papá acunada
entre su pecho.
*Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena y magíster en comunicación de la Universidad del Norte.
Este libro, del escritor y periodista barranquillero Carlos
Polo, editado por Collage Editores (2018), contiene de relatos cortos que se
inserta en el abanico de las historias comunes, pero a su vez universales, que
hunden sus raíces en la edad de la inocencia, o en esos años maravillosos de la
irresponsabilidad que es la infancia.
Fragmento de la portada del libro de cuentos "Las malas
noticias siempre llegan primero".
La historia suele repetirse en muchos casos, y no
precisamente porque la hayamos olvidado, como suele asegurarse, sino porque el
material del que están hechas, es decir, las situaciones o acontecimientos, son
universales. Lo anterior lo podría explicar un conjunto de relatos que,
habiendo sido escritos en un país distante y en una cultura disímil, logran
producir en los lectores del otro lado del mundo esa identificación plena con
los sucesos que allí se narran. García Márquez, por ejemplo, encontró en los
libros de Faulkner esos grados de profunda cercanía con la costa norte
colombiana, y Cien años de soledad logró conectar los
sentimientos y experiencias de una nación fría como Rusia con los de un pueblo
caliente y perdido del Caribe.
La identificación de los niños del mundo con un relato
como Las aventuras de Tom Sawyer, o las de Huckleberry Finn, radica
en gran medida en que las experiencias de los chicos en un mundo tranquilo
suelen ser, casi siempre, las mismas. Las cuencas de ese largo y caudaloso río
que es el Mississippi se parecen mucho a las del Magdalena, o a las del Nilo de
los documentales, cuyo cauce baña gran parte del norte africano. O las
del Amazona, una serpiente de agua que se convierte en una larga frontera
natural que divide, entre otros países, a Perú, Colombia, Ecuador, Brasil y
Venezuela, para atravesar luego las Guyanas y Surinam e irse a morir al océano
Atlántico.
Los niños suelen vivir experiencias similares en distintos
momentos de sus vidas. Subir un árbol, saltar una cuerda, participar en una
carrera atlética, bañarse en un río, laguna o pozo, enamorarse de la chica más
bonita del barrio e ir a la tienda de la esquina a comprar algo por orden de
mamá, hace parte de ese mundo de vivencias comunes que el gran Mark Twain
retrató en esos dos clásicos de la literatura universal y que hoy siguen siendo
puntos de referencias cuando de acercase a ese territorio fértil de la vida de
los niños se trata.
Las malas horas siempre llegan primero, del escritor y
periodista barranquillero Carlos Polo, editado por Collage Editores (2018), es
un libro de relatos cortos que se inserta en ese abanico de historias comunes,
pero a su vez universales, y que hunden sus raíces en esa edad de la inocencia,
o en esos años maravillosos de la irresponsabilidad que es la infancia. “La
infancia es la patria”, escribió en alguna oportunidad el poeta francés Charles
Baudelaire y replicó ese otro gran vate del mundo como lo fue Jorge Luis
Borges. La infancia es la patria de cualquier niño que se hace adulto,
recordaba Whitman. No hay duda de que en todo gran poeta vive un niño que
fabula. Y en el caso de Polo no es la excepción. Los relatos de su libro están
hechos de esos retazos mágicos que solo pueden atribuírseles a la imaginación
infantil. O, mejor, a las vivencias de un niño convertidas en retazos mágicos
por el adulto, ya que la experiencia es el único material de elaboración que un
escritor tiene a su disposición en el momento de tejer sus historias.
Sin ese cúmulo de acontecimientos, sin esa experiencia
acumulada, un escritor no sería un escritor. Todos los caminos conducen al
cielo, escribió Francois Mauriac, y todos los juegos del mundo son un largo
recorrido hacia un jardín infantil. Un niño es, por esencia, lúdica. Es lo que
diferencia al púber del adulto. Es casi una utopía pensar que en un barrio
popular del Caribe colombiana no ocurra nada, que el tiempo transcurra sin
dejar sus estragos cotidianos o que un acontecimiento, o una serie de estos, no
estalle frente a nuestros ojos como un carnaval de colores. En realidad, los
sectores populares de todas las ciudades de la costa norte colombiana se
constituyen en verdaderos hervideros de sucesos: desde el perro callejero que
persigue y ladra eufórico al carro que transita por una avenida, pasando por el
vendedor de frutas, pescado o cualquier otra cosa, hasta las vecinas que
alegran la calle lanzándose insultos de una esquina a otra o se trenzan en una
pelea mientras que el resto del barrio las conmina a que se saquen los ojos.
En los doce relatos que conforman este libro, unidos por la
voz en primera persona del narrador, el mundo que nos presentan está filtrado
por unos acontecimientos que al final resulta difícil discernir si se trata de
unos recuerdos, un sueño macabro de alguien que duerme la siesta, o del diario
de un loco que no sabe si está despierto o solo imagina desde el cuarto de una
clínica de reposo todas esas historias que están previamente consignadas en un
viejo cuaderno, o en un puñado de hojas sueltas, y que solo al final, en
el relato de cierre, es develado al lector, así como el último de los Buendía
descodifica los pergaminos que contienen la historia universal de
Macondo.
Polo guía al lector subrepticiamente por unos espacios que
parecen creíbles, sin hacerlo sospechar que detrás de esas tardes de cielo azul
que caracterizan los veranos, de los fuertes vientos que sacuden los árboles, o
de las lluvias torrenciales que arrastran consigo techos y ahogan animales, hay
toda una alusión a un mundo que agoniza, a unos espacios que desaparecen
con la velocidad con que se levantan las grandes torres de edificios, a unas
costumbres que solo parecieran existir hoy en la memoria de los más viejos.
El chico que observa una noche tendido en el techo de su
casa el cielo estrellado y le cuenta al amigo que tiene al lado la historia de
que cada lucecita colgada es el alma de un muerto, es un homenaje, consciente o
no, a Tom Sawyer y a un Huckleberry Finn que, desde la balsa en la que navegan
el Mississippi, observan por entre las ramas de los árboles que se alzan en la
orilla, un cielo tachonado de luces. A sus alrededores, se siente la vida
vibrar como las oleadas de un viento que arrastra las nubes. Sienten el canto
de una lechuza o el palpitar del aleteo de un rayo de luna golpeando la
superficie del agua. Es una remisión a una época que empieza a desaparecer del
imaginario colectivo, pero que Twain, en un juego de memoria, rescata para las
futuras generaciones de jóvenes.
Así como Macondo es borrado de la faz de la Tierra por un
viento apocalíptico, la oscuridad de la noche borra la seguridad de las calles.
La luz del día es desplazada por las sombras nocturnas. Y la noche es casi
siempre un lugar peligroso, pues, así como en el bosque acechan las fieras
salvajes, la oscuridad de la noche es el espacio propicio para los ladrones.
Hay una especie de cordón umbilical invisible entre la caída del atardecer y el
miedo, ya que la oscuridad es como un imán que ejerce una profunda atracción
sobre los temores, dispara la fantasía y materializa los presagios.
Los niños, por lo general, temen a la oscuridad. Los adultos
no tanto, pero tampoco se sienten seguros en ella. El grupo de niño que juego
fútbol una noche en una cancha de tierra y de repente quedan a oscura al
cortarse el fluido eléctrico, experimentan ese leve terror que les produce el
hecho.
“Cuando el balón por fin llegó a mis pies y comencé a correr
como una flecha por la punta izquierda buscando el área, se fue la luz y el
parque y la cancha de arena quedaron completamente a oscuras”, cuenta el
narrador.
No hay luna ni estrellas. El cielo es una enorme mancha
oscura sobre sus cabezas. Y el viento se columpia entre las ramas de los
árboles polvorientos. La escena no tiene nada de aterradora. Tal vez si
un relámpago seco hubiera atravesado la oscuridad del cielo, los chicos habrían
salido literalmente disparados, y no por lo tenebroso del hecho, sino por la
poca seguridad que representaba estar a cielo abierto cuando estallan los
truenos.
La temperatura parece descender mientras los chicos,
sentados en unas viejas gradas, recuerdan, o se cuentan, anécdotas. Están
solos. Ni un alma a su alrededor. Pero, de pronto, alguien aparece. No es
alguien, en realidad, sino una presencia que ocupa un espacio muy cerca de
ellos.
La verdad es que nadie lo vio venir. Nadie supo exactamente
de dónde salió ni para dónde iba o qué estaba haciendo a esa hora merodeando la
cancha. Cuando quisimos reaccionar, ya se había sentado junto a nosotros, de
pura frescola, como si nada. Desde el primer momento en que se acomodó, justo
al lado de Xandro, una inexplicable sensación de angustia, de incomodidad, se
me instaló en la garganta. (p. 15 del original).
La fantasía abre entonces sus puertas y se materializa. Los
niños, seguramente, han escuchado la historia tantas veces que ya la han
interiorizado. El mal se hace visible en la oscuridad y el Diablo puede tomar
cualquier forma. Un referente a ese eterno dualismo entre bien y el mal, o
entre Dios y Lucifer. Dualismo que se concretó en Edad Media y llegó hasta
nosotros entre amenazas de conversión cristiana y la condena al Infierno.
Desde lo estrictamente temporal, los relatos de Huckleberry
y Sawyer están más cercanos a la Edad Media. El esclavo Jim es quizá una
muestra de ello, pero en Twain ese dualismo toma otra forma: los que rompen la
ley y los que intentan restaurarla. Ese componente de los mitos bíblicos en los
relatos infantiles puede rastrearse desde los cuentos clásicos de los hermanos
Grimm. Allí la desobediencia se paga. En el relato de Caperucita roja, la
tragedia de la abuela es una consecuencia directa de la desobediencia de la
protagonista. A Caperucita, su madre le ha advertido no abandonar el
camino, pero ella lo hace y al final termina contándole al lobo un secreto: la
visita que hará a casa de su abuela.
En este tercer relato que lleva por título Un extraño
encuentro con un hombre siniestro, los componentes axiológicos de la tradición
cristiana están presentes, pues, el Diablo, que ha tomado la forma de una
presencia poco clara, pero que el narrador define como un hombre sin
rostro, no solo sabe los nombres de cada uno de los chicos presentes, sino que
también conoce con exactitud las faltas cometidas por cada uno de ellos y
algunos secretos familiares.
Más allá de la moraleja sobre la desobediencia, está la
catarsis, ese estado de purificación de la conciencia con la que se busca la no
repetición de las conductas y emociones dañinas, y que está presente a lo largo
de algunos de los relatos. En uno, en particular, quizá el más significativo
porque inserta el deseo de venganza y da título al libro, Armando, un chico
solitario, pero al que nunca le ha faltada nada, regresa un día a su casa y se
entera de que su padre, un expolicía que se encontraba desaparecido, fue
hallado muerto.
El muchacho no sabe nada, en realidad, de la vida de su
progenitor. Es más, se podría asegurar que muchos de los elementos que
conforman esa cadena de hechos y detalles que el joven narrador nos cuenta, va
encaminada a mostrarle al lector un panorama oscuro, un pasado entretejido de
ilegalidad, tráfico de droga y sicariato.
En una escena anterior, los chicos entran a un cuarto y
hallan un revólver. La casa se encuentra sola, la madre de Armando no está, o
duerme en uno de las habitaciones superiores. Se podría inferir, por los
detalles que no escapan al ojo del narrador, que detrás de cada ornamento, cada
cuadro, cada mesa, cada jarrón de flores que adornan los rincones, está la
estética del traqueto, del sicario que cuelga en la sala de la casa un enorme
cuadro del Sagrado Corazón, o del Cristo crucificado, para que nada lo dañe.
Los chicos juegan con el revólver, que no está cargado.
Armando le explica a su compañero --que solo los ha visto en las series
policiacas de televisión-- el mecanismo del arma: cómo se acciona el gatillo,
el número del calibre y lo que pasa cuando se dispara.
Armando le confiesa a su amigo que se vengará. La casa, que
antes estaba adornada de cortinas y tapetes caros, de objetos de porcelana y
otros materiales, empieza a perder su opulencia. Se infiere que la madre, ante
la falta de dinero, se ha visto en la necesidad de vender muchas de las cosas
que había comprado el marido muerto. Hay en esta imagen una remisión a esa
metáfora de la decadencia, de la ruina que se hace visible en las paredes de la
casa, en la escasez de alimentos y en ese estado de locura en el que parece
transitar el muchacho que ha sufrido la muerte repentina de su progenitor. La
madre, al final, decide poner en venta la casa en donde ha vivido casi toda su
vida y abandonar el barrio. Esta noticia golpea al chico tan fuerte como la
desaparición del padre. En ese tránsito descubre, o escucha, que el asesino de
su “viejo” es otro policía, un oficial de la institución que desempeña un cargo
importante. “Un teniente que se la tenía montada”, afirma. Desde entonces
empieza a desvariar, pierde peso y se hace mucho más delgado. Su mirada,
siempre fija en un punto perdido, sus conversaciones consigo mismo y sus
movimientos espasmódicos, ponen en alerta a su madre, que, con la ayuda de un
psiquiatra, decide internarlo en una clínica de reposo.
Es aquí donde la historia da un vuelco de 180 grados y el
lector puede pensar que a lo largo de las casi ochenta páginas del libro el
narrador solo le ha estado “mamando gallo”.
*Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad
de Cartagena y magíster en comunicación de la Universidad del Norte.
La Cháchara publica este cuento de Carlos Polo, ganador del Concurso Nacional de Cuento de la Universidad Metropolitana.
Para La Cháchara es un honor que Carlos Polo, colaborador y tallerista de este colectivo periodístico, haya ganado el Concurso de la Universidad Metropolitana, y que además nos haya dado la cortesía de publicarlo para disfrute de ustedes, valiosos chachareros.
Paciente X50504
Por: Carlos Polo
La primera vez que me topé con el enigmático azul de sus ojos fue aquella noche, y aunque no nos habíamos visto antes sentí una extraña familiaridad como si aquellos ojos me hubieran acompañado desde siempre.
Recuerdo que pensé en toda esa literatura prohibida de mediados del siglo XXI, en donde muchos autores describían un fenómeno relacionado con impulsos físico-químicos y sensoriales, una especie de estado definido como “amor a primera vista”. La verdad no tengo idea en dónde encaja eso que estaba sintiendo en ese momento, pero toda la evidencia que mi cuerpo estaba proporcionando era abrumadoramente perturbadora… el hormigueo en el pecho, la ansiedad, la náusea, la incontrolable atracción y las ganas imparables de perderme en aquella mirada. Todo eso se inclinaba claramente a corroborar aquella teoría anacrónica a la que tuve acceso gracias a la biblioteca clandestina de Joel.
Enormes peces de un hiperrealismo pasmoso acompañados por mandalas de colores vivos de diferentes texturas, e imágenes con enfoques en primeros planos de estrellas y constelaciones flotaban en el aire entre el humo de cigarrillos clandestinos probablemente obtenidos en el Santuario o en la zona fantasma.
Creo que fue una palmada o tal vez un apretón en mi hombro lo que me sacó del ensimismamiento. Recuerdo que detrás de mí bailaba una sonrisa gigante acomodada en un rostro por demás conocido. El cabrón de Uriel y su ‘linda’ cara de maricón redomado estaba allí. Como en una especie de efecto espejo repetí el gesto sonriente sin dejar de enfatizar un dejo de ironía mientras buscaba entre esa manada de uniformados seriales repetidos aquellos ojos que reverberaban como un eco entre mi pecho.
—Jamás hubiera imaginado que encontraría aquí entre tanto Sub al señor inconformidad. O como diría usted mismo, entre ‘esta masa de alienados autoconvencidos de su singularidad’ jajajaja—.
Ataviado con uno de esos monos hiperelásticos de color azul eléctrico, demasiado ajustado para sus años y unos zapatos de goma adaptables a cualquier superficie y clima, allí metido en esa ridícula cosa que gritaba a todas luces ¡necesito aceptación! estaba Uriel, el siempre tibio, el ‘agradable especialista’ en humor psicosocial.
— ¿Te has vuelto a ver con Virgil?- Disparó a la primera.
—Hace mucho que no nos cruzamos ni por accidente, ni en la misma cosmopista.
Dicho eso, el gesto de Uriel cambió y pude ver en sus ojos una chispa, quizás un pequeño guiño o un parpadeo que me hizo entender que debía cuidarme de ese come mierda doble cara y peligroso. Hace rato que Uriel está más que marcado como un delator, como un infiltrado bien ubicado entre los recursos de inteligencia de la FA. En la Zona D ya tenemos archivada esa información.
Nada me había preparado para todo eso que me atropelló de súbito y sin piedad aquella noche. Afuera de esta caja blanca, aséptica y anti orgánica empiezan a escucharse los ecos de los mantras matutinos de la obligada comunión espíritu-filoso-teosófica. La triada de la comunión absoluta perenne e inquebrantable que se debe ejecutar por obligación tres veces por día.
Desde este lado del cristal puedo observar a los miles de delgados y anatómicos cuerpos contorsionándose al son del mantra máximo impuesto por el brazo más radical de la FA desde la caída y consecuente desaparición de las principales religiones monoteístas que fueron luego remplazadas por decreto y legislación directa. Uno de los pasos definitivos para que las madres primigenias de la FA establecieran su diarquía.
No sin algo de desdén puedo verlos ahora, tan uniformes, coreografiados, concentrados en la repetición de su mantra y en sus contorsiones ‘saludables para el cuerpo y para la esencia’, tal como lo repite el mandato 2050 del manual del BA impuesto hace ya más de medio siglo.
En el cristal se refleja el rojizo destello del incendio del cielo como una pequeña diadema recién nacida, acariciada por la supernova dorada que aún no termina de sacudirse de su letargo. Entre las faldas de la colina, millones de cabezas de ganado bovino apretujadas, famélicas, deterioradas, inmersas en un largo y perpetuo abandono, pasan la mañana rumiando su hambre entre los pastizales secos debido a la prolongada sequía. A lo lejos solo se divisa una mancha claro-oscura que nubla mi profundidad de campo.
Esa noche entre los Sub, Uriel se me pegó como un moscardón hambriento a su vaca desafortunada. Supongo que estaba seguro de haber encontrado la veta que lo iba a catapultar en la escala de poderes de los delatores, “los sapos”, para usar una expresión salvaje y anacrónica que un tibio extremo como él jamás entendería.
—Desapareciste, amigo mío, yo quisiera saber cómo se logra eso en estos tiempos. Virgil sí me dijo que te buscó por lo menos dos años líquidos. No hay rastros tuyos en la plataforma, parece que no hubieras existido nunca. No es solo la ausencia de huellas virtuales… es muy raro… ni una sola transferencia de datos, nada. Me atrevería a imaginar que te deshiciste del dispositivo. Que te desconectaste —.
El puto bobalicón dijo aquello con tal dramatismo que hasta llegué a imaginar que en ese momento el acompañamiento sonoro incidental, que escapaba de los reproductores de sonido, había subido de decibeles. Los Sub viven convencidos de haber descubierto sonoridades inexploradas y de hallazgos impensables. Lo cierto es que su sosa vanguardia no es más que un sonsonete plástico, maquinal, inorgánico y desprovisto de vida. Viven convencidos de haber extraído la quinta esencia de los sonidos de punta, falacia líquida que se ha convertido en un triste axioma de esta era.
En la zona D, Joel nos inició en el estudio y placer de algunos formatos increíbles. Grabaciones de un arcaísmo casi irracional provistas de una corporeidad feroz, una especie de llamado primigenio, pura y básica instrumentación tribal, pura energía cinética, la más entera de las provocaciones y transgresiones vitales, algo casi vivo que haría que estas tristes sombras digitales murieran de emoción. Robert Leroy Johnson o Ike Zimmerman son algunos de los registros que se me vinieron a la cabeza mientras dejaba que me taladraran los oídos aquella basura monocorde.
Recuerdo que me sentí fastidiado, sorprendido, a lo mejor algo triste, porque pensé en cuán parecido fui yo mismo a esa manada de pendejos antes de mi despertar.
Intenté despistar a Uriel, pero aquellos lindos ojos me volvieron a llamar con insistencia, como queriéndome contarme el mundo en una sola frase muda.
Asgar estaba rodeada por un grupo de Sub más avanzados que traían el cabello algo crecido, demasiado diría yo para los estándares permitidos por las madres del FA. Algunos traían entre sus manos pequeñas copas con bebidas levemente fermentadas, quizás esperando benevolencia en un posible caso de pesca milagrosa. Saqué de mi chaqueta una pequeña botella plateada que contenía un agua-fuerte destilada con papa, un brebaje de una elevadísima condición ilegal, que rebasaba de lejos los niveles admitidos por la comunidad y por la FA. Esta falta me aseguraba de plano una estancia segura de por lo menos tres años en un centro de reorientación-psicointegral.
Bajé un trago y mientras me recuperaba del golpe etílico, lo vi. El pequeño escarabajo se desplazaba por la estancia con una liquides aerostática, con una especie de elegancia artificial. Un Sub de cabello platinado fue el que gritó con toda su fuerza y el grito seco y puro se multiplicó por la vieja casona abandonada y el llamado a la fuga se concretó en una sola palabra — ¡Dronnnn!
Algunos Sub se acomodaron sendas máscaras en sus rostros para evitar el reconocimiento facial mientras la estampida se hacía mucho más dramática y torpe frente a mis ojos.
La verdad es que ella, Asgar, como un rato después me deletrearía su redondo, su rotundo y corpóreo nombre, esas mismas cinco letras que sonaron como un conjuro, ese sonido como escapado de la boca de una estrella emplumada cayendo en picada sobre nuestro cielo, ella estaba ahí, paralizada, intacta como aletargada…
Entre el caos colérico, líquido y veloz, pude ver que el pendejo de Uriel fue de los primeros en ganar la ventana superior y desaparecer adentrándose en las callejuelas de esta zona fronteriza, poco visitada por los buenos representantes seriales manejados por las madres de la FA.
Al principio fue como un reflejo, después se volvió un impulso, ya que en pocos segundos líquidos empezó a llenarse el lugar de uniformadas, las fornidas y robóticas integrantes del FDE entrenadas para emplear cierto tipo de fuerza no letal, pero especialistas en técnicas de sometimiento y reducción del enemigo. Allí fue cuando me decidí a acercármele y saltamos juntos por la ventana lateral que daba a un callejón oscuro, en donde algunas vacas se agolpan por las noches.
Con el corazón desbocado como bestia perseguida, nos abrimos paso entre los animales hasta encontrar uno de los canales subterráneos que empleamos los desertores de la Zona D para escapar justo cuando la cosa se pone fea.
Nos adentramos en los túneles del canal por donde en época de lluvia bajan las caudalosas aguas de un arroyo, el mismo que sirve de interconexión con otros canales pluviales afortunadamente secos en esta temporada de rabiosa y prolongada sequía.
Asgar comenzó a toser una vez, ingresamos a la canalización subterránea, su organismo jamás expuesto a este tipo de microclima reaccionó con rechazo automáticamente.
De los dobleces de su pantalón, lo mismo de su cuello y mangas, empezó a irradiar una luz blanca, fuerte y puntual que nos ayudó para no andar a ciegas, entre ratas, cucarachas y otras alimañas. Corrimos durante diez minutos líquidos a un paso sostenido y aceptable. Al llegar a la primera bifurcación identifiqué la primera marca de las rendijas aflojadas por algunos de los comandos D.
Resollando y con el corazón en la boca nos recibió la superficie. Arriba una luna plana y monodimensional emanaba ese chorro blanco y seminal que se posó sobre nuestras cabezas. Asgar realizó un par de llamadas rápidas, emitió un par de mensajes de intertexto y conversó con dos de sus amigos Sub. Lo que pude interpretar fue que la pesca milagrosa solo logró la captura de un par de débiles ‘pescados’. Todas y cada una de las averiguaciones las realizó desde el dispositivo interno que lleva alojado a un lado del lóbulo derecho de su cerebro, como todos los nacidos en el año Uno de la Primera Enmienda, lo que terminó con ese pequeño reducto de vida privada que algunos conocimos y le dio paso a esa mierda absurda de conexión total.
Yo llevo ya cuatro años sin dispositivo, por lo tanto soy nadie, soy sombra y acecho, como Joel y como cada uno de los D que decidimos vivir bajo nuestros propios preceptos.
Caminamos durante unos ocho minutos la zona abandonada hasta llegar a uno de los espacios neutro en donde poco o nada influyen las huestes del orden de la FA.
El Santuario.
Recorrer la delicada anatomía de Asgar se me convirtió enseguida en el mayor de los placeres. Cabello corto ajustado al tamaño de su cara, alta y delgada en extremo tal como rige y dispone la Tercera Enmienda y un delicado rostro de porcelana que ostenta una nariz fileña y respingada sostenida por unas cejas pobladas y bien peinadas de una perfección inconcebible sin la intervención de las máquinas. Sus labios se me antojan como un pequeño dibujo frágil y apenas perceptible en medio de la perfecta simetría, como una especie de capullo de flor silvestre pintada de un rojo débil y cariñosamente pálido.
El Santuario estaba ubicado a un lado de un lote baldío frente a la abandonada e inservible estación del metro. Un antiguo vagón oxidado y desvencijado, como una ballena varada muriendo a la intemperie, servía de refugio a todo tipo de Sub avanzados y Desconectados avezados que montaban cada fin de mes y cada ciclo lunar, esa especie de punto de socialización para nostálgicos incorrectos, en donde la regla era la total ausencia de las mismas.
Empezamos a movernos en medio de los cubículos improvisados de intercambios de carnes en todos sus tipos y preparaciones y, aunque parezca un chiste de mal gusto, hasta la más preciada y exótica, la carne de vaca, la mayor de las prohibiciones desde la Cuarta Enmienda propugnada por la segunda generación de madres de la FA. Entre los cubículos que ofrecían desde bebidas alcohólicas, cigarrillos, hasta descontinuados artículos preservados en sus antiquísimos formatos como: Blu-ray, DVD, CD, hasta acetatos, libros, revistas y ediciones conservadas de un formato incómodo que llamaban periódicos. En medio de ese maremágnum de olores, colores y reliquias, el gesto de Asgar iba creciendo en angustia o quizás en incredulidad y desconcierto.
Tuve un impulso de recordarle algunas premisas básicas de nuestra historia, como que no olvidara que Salud Thomas Azorín fue de las primeras y una de las principales teóricas de la FA y fue considerada la madre impulsadora de los movimientos FAP radicales que en su tiempo fueron recibidos con entusiasmo desde las cuotas pluralistas y desde todos los frentes. Sus modelos de empoderamiento diametral lograron los primeros cambios desde los mismos cimientos del poder, luego vinieron de golpe los endurecimientos que recibieron alguna resistencia al principio, pero después llegó la represión, las desapariciones, las persecuciones y por último la radicalización y la prohibición a toda escala y aquí están los consecuentes síntomas de dicho cáncer.
Asgar preguntó: — ¿Qué es todo esto y qué hacemos aquí?
—Esta es la versión real de esa cosa fría y sin alma de dónde salimos disparados hace unos cuantos minutos líquidos.
-¿Quién eres tú y qué haces? ¿De dónde saliste?
—Demasiadas preguntas en una sola oración. Yo soy nadie desde que… desde que mi profesión entró en la lista de las prohibidas. Era o fui historiador, eso ya depende de la perspectiva. Me dedico a… qué te diré, me gustaría pensar que trabajo o mejor… que lucho en pos del ingrato sueño de despertar conciencias, pero eso no es más que una mariconada pretenciosa que a lo mejor no sirva para una puta mierda—.
-¿Siempre hablas así? Es… horrible, esto no está permitido, baja la voz por favor.
— Jajajaja tienes por lo menos una mínima idea de dónde estamos.
Saqué la botella, bajé un trago con ansiedad y le ofrecí un poco a Asgar, que, contrario a mis expectativas, aceptó y no arrugó un ápice su rostro. Su respiración se aceleró y pude ver el contorno de sus prietas tetas subir y bajar de forma mucho más apremiante mientras en su rostro se mantenía aquel gesto de sorpresa, de asco o admiración. Vaya uno saber qué pasaba por esa cabecita de porcelana en ese momento.
Encontramos a Uriel con varios Sub gritando, fascinados con el eco de sus voces que le devolvía cada madrazo, cada maldición y las alusiones directas a sus pequeños pitos flojos, con mayor potencia y con un raro efecto cavernoso y reverberante. — ¡Madres putas, vengan y cómanme el puto chorizo, partida de comemierdas!— Gritaban entre el viejo vagón que parecía revivir cada vez que devolvía sus puterías.
Hace años que no necesito de ese bobo desahogo. Desde que vivo en la Zona D puedo hablar como me da la gana. Allá en el mismo corazón de la colina, ese tipo de prohibiciones solo sirven para hacer reír al cadáver de la misma madre de Joel. De todos modos empecé a gritar: — ¡Putas madres! ¡Madres putas!
Asgar con un destello azulado mucho más marcado en sus ojos me arrebató la botella y se empinó un largo trago para luego empezar a gritar una retahíla de palabras prohibidas por la falange más radical de la FA.
Uriel no tiene idea que yo estoy enterado de su pequeña vergüenza, no tiene idea que en la Zona D tenemos todo su historial. Sabemos que Virgil lo denunció ante el tribunal de las FMM por trato indebido y abuso verbal, que estuvo por lo menos año y medio en centros de reorientación y que pagó con creces haciendo trabajos de redireccionamiento-social entre los barrios fronterizos limpiando estiércol de las intocables vacas.
Aquí todos maldicen, todos pueden ser maldicientes, pueden beber licor, comer carne y hasta rezar y aludir a los antiguos dioses conminados al olvido.
Uriel no tiene idea que estamos enterados que todos los que pisan los centros de reorientación se vuelven informantes de la FA.
Asgar se atrevió a probar una croqueta de pollo y tras un par de arcadas vomitó todo lo que había comido en el día, incluso todo ese maravilloso potaje de proteínas vegetales y sucedáneas de la carne con el que remplazan la proteína animal desde que se radicalizaron las políticas de prohibición.
—Quisiera probarlo todo, sentirlo todo, pero creo que esto fue demasiado para mí. Sabe horrible. A propósito, también te vez horrible sin tu chaqueta ¿Por qué se te ven los brazos así de inflados y la espalda y el pecho así de raros?— preguntó.
—Eso… nada, estoy entrenando mis músculos. En la zona D muchos lo hacen para potenciar la fuerza y la resistencia. ¿Me creerías que todavía a inicios del siglo XXI los músculos eran un símbolo de poder sexual? —.
—No tengo idea de qué hablas. No entiendo y no me parece coherente porque no se ve bien—
—Jajajaja olvídalo ¿Te sientes bien, se te antoja otro trago?
—No… más bien quiero tomarme un comprimido de tetracannabinol, me quiere dar dolor de cabeza, creo que todavía estoy nerviosa… como alterada. Espero no haber acabado con los últimos ayer—.
De su pantalón de licrón impermeable sacó su comprimido verde. Nos acercamos a un cubículo de intercambio en donde ofrecían fresco de caña, Asgar bebió un sorbo del líquido edulcorado con el que pudo tragar la pequeña pasta verde promovida, fabricada y entregada puntualmente cada mes y en grandes cantidades por la FAM de forma gratuita.
Recuerdo que el olor a parrilladas y carnes asadas puso a vomitar a varios Sub que llegaron por primera vez al Santuario. Rodeamos la iglesia y la mezquita que fueron erigidas de manera improvisada en la parte de atrás del vagón y nos quedamos un rato mirando a un lado de las salas donde algunos viejos monitores con una caduca tecnología de alta definición tridimensional transmitían ininterrumpidamente grabaciones de desaparecidos deportes de contacto como el fútbol, el boxeo, el karate, el judo, la lucha y muchos otros deportes. Seguimos en movimiento y pude mostrarle a Asgar por lo menos un poco de ese otro mundo que ella desconocía.
Arriba de nosotros la luna estaba en lo más alto del trapecio y se balanceaba vertiginosa y perturbadora entre las nubes que pasaban oscuras como pájaros nocturnos surcando el pastizal. Un mugido colectivo de las solitarias vacas cruzó el horizonte como una ráfaga de viento.
La bella mujer se detuvo por un segundo y me miró directo a los ojos como buscando o persiguiendo una respuesta y en una especie de susurro preguntó: — ¿Quién eres? Mientras me trenzó los brazos entre el cuello y me acercó a la dolorosa perfección de su rostro.
El beso largo y profundo, como el color de sus ojos, selló un pacto imposible entre una chica F y un condenado D.
— ¿Por qué huiste? ¿Por qué estás con ellos? ¿No es mucho más fácil y más organizada la vida de nuestro lado?—
—A lo mejor sí, quizás tengas razón, qué sé yo, eso depende de la perspectiva, pero en lo que corresponde a mí ya tuve suficiente de eso y descubrí que lo quiero es ser libre. Quiero comer lo que se me antoje, fumarme los cigarrillos que se me dé la gana, putear, maldecir, hablar como se me antoje. Rezar a Jesús o Mahoma, al dios que se me pegue la gana. Embriagarme hasta la inconciencia. No asistir a las obligatorias y aburridas sesiones del espiritualismocolectivo y su gimnástica ‘saludable’. Quiero echar barriga, morir de un infarto, que se me taponen las arterias debido al colesterol, que sé yo, lo que quiero es que me dejen elegir. A un familiar le metieron tres años en un centro de reorientación porque le encontraron rastros de nicotina en la sangre. A un narrador de deportes depurados, de esos en conexión alterna en la cosmopista, que por simpatía le dijo ‘mi negro’ a un campeón de natación lo acabaron públicamente. Ayer fue el cigarrillo, luego la proteína animal, después el alcohol, después el lenguaje ¿y después qué más…? la vida, la vida entera que dejó de pertenecernos y ahora le pertenece a quién, a las falanges, a las asociaciones comunitarias dependistas. Al abuso totalitarista de las FA ¿En serio tú sí crees en eso? En ese chiste malo de la conexión total ¿Tú si tienes una vida real? ¿Cómo me explicas el creciente e imparable número de suicidios? ¿Sí vives feliz sin tener el control absoluto de cada uno de tus pasos? Los controlan a todos, cada segundo, cada momento es monitoreado desde tu propia cabeza. No sé… supongo que nada de lo que diga tiene sentido para ustedes, porque al final son felices estando dormidos —.
Creo que me soltó la mano y se separó para tomar distancia y poder reflexionar mejor. De pronto la memoria me falle, pero creo que en ese momento chilló un cerdo que estaba siendo sacrificado y Asgar gritó como soltando una furia contenida de años— ¡A la mierda las putas madres de la FA! Y repitió lo mismo tres veces más.
Cuando nos dirigíamos en busca de un lugar mucho más privado y cómodo, una extraña invasión de cucarachas enormes despertó mis sospechas. En el momento en que desplegaron sus alas lo comprendí y empecé a gritar — ¡Dronn, dronnn!
Ya era demasiado tarde, las FDE empezaron a salir y a caer de todas partes, del cielo, de la tierra, de los canales. Tomé con fuerza la mano de Asgar, una vez más sabía cómo escapar de allí e iniciamos la fuga. Entre los secos pastizales se nos acabó la noche. Una mala pisada, un terrible crujido seguido de un grito y el cuerpo de Asgar que perdió el equilibrio y empezó a rodar entre la arena y el pasto seco. Esa fue la primera de las fichas del puzzle que encajó y culminó con mi consecuente presencia en esta caja blanca y deshumanizada en la que me encuentro ahora.
—Sigue, no pares por mí, sigue —Decía tomándose el tobillo como enseñando un dolor intenso. Mientras yo con algo de torpeza y celeridad nerviosa intentaba cargarla entre mis hombros. El recuerdo es todavía nítido, una lechuza ululó entre las sombras— Vete, vete ya, vete, no te preocupes por mí—.
—Voy a volver por ti pase lo que pase y estés donde estés. No pude decírtelo a tiempo y aunque parezca una invención, te aseguro que tenemos armas, estamos preparados y listos para cambiar las cosas. Estamos entrenados, falta poco, vamos a cambiar las cosas—.
Creo que vi a una lechuza salir entre un matojo, su sombra planeó cerca a nuestras cabezas y luego vino el pinchazo en mi cuello y después… la nada, el denso negro de la inconciencia.
Nada me había preparado para todo lo que pasó aquella noche. Ahora atrapado como estoy en esta caja blanca, aséptica y anti orgánica, aunque nos separe un cristal metálico y frío, puedo escuchar los ecos de los mantras matutinos de la obligada comunión espiritual y los mugidos tristes de las vacas nostálgicas. Pronto vendrán las reorientadoras socioemocionales y las jefas de inteligencia de la FAS. Llevo un par de días aquí, por lo menos eso es lo que creo, si es que no son seis o siete. Me han reducido a un estado deplorable, tragando su verde comprimido, durmiendo y comiendo su verde infusión anticalórica. Estoy embotado, aturdido y tengo un sabor pastoso en el paladar.
En la estancia irrumpen tres representantes de la FDE con su cabello corto al ras, sus impermeables oscuros y sus botas multiterreno. Con las FDE entran dos jerarcas de la FA vestidas de blanco impoluto, luciendo sus batas y algunos instrumentos en sus manos. Una de ellas sonríe, gesto que me hace salir del letargo y reconocer automáticamente esos azules ojos enigmáticos que me perdieron.
—Paciente de reorientación social X50504. No presenta estados de agresividad ni conducta de carácter violento. Fue rapado, desodorizado y se ha mantenido bajo estricta prescripción de tetracannabinol y con una dieta también estricta de depuración y limpieza—, dice la flemática jerarca mirándome con un dejo despreciativo y de superioridad.
Asgar me mira directo a los ojos, vuelve a sonreír y dispara las primeras preguntas de rigor.
—Paciente X50504, le voy hacer tres preguntas: ¿Quién es Joel? ¿Es cierto que tienen armas en su poder? ¿En dónde está establecido el asentamiento de la Zona D?
—No tengo la menor idea de qué me habla. ¿Armas? Todos saben que fueron destruidas durante la Tercera Enmienda, decreto expedido e irrevocable tramitado por la FA durante el año…-. Asgar me interrumpe.
—Paciente X50504, me voy a ver en la obligación de refrescarle la memoria-, dice, mientras de su mirada fría y maquinal escapa un haz de luz brillante, azulado y multidimensional de donde fueron tomando forma imágenes hiperrealistas en donde los protagonistas somos ella, yo, la noche y aquel pastizal. El clip culmina con una oración proferida por esta boca. — Tenemos armas. Estamos entrenados, falta poco, vamos a cambiar las cosas—.
Aquí no ha pasado nada, de mí no van a conseguir nada. Lo mejor es que piensen que ya ganaron. Lo más importante para mis hermanos de la Zona D es que ya echó andar la fase dos de la Operación Topo. Pienso para mis adentros mientras intento evitar la fría mirada de Asgar y de forma involuntaria mi mano vuelve a pasar por mi cabeza rapada, siento la dureza de las cerdas que han comenzado a germinar. Este gesto se me ha convertido en manía desde que desperté en esta caja blanca y mortuoria.
— ¿Quién es Joel, paciente X50504? —.
—Yo soy Joel.
—No juegue conmigo. ¿Quién es Joel?
—Todos somos Joel.
Afuera los mugidos de las vacas no cesan, como las olas o la misma música del mar. Los mantras que nos llegan de fuera, los mismos que iniciaron enérgicos y con bríos, poco a poco han ido perdiendo su lustro y su fuerza. Arriba la supernova roja y caliente nos regala una bella, líquida y fluida pintura naranja que nos arropa a todos por igual. De súbito empiezan a estrellarse contra los tejados y el mismo cristal que nos separa del mundo exterior pequeñas motas blancas que se precipitan del cielo. Pequeños e impolutos copos de nieve que caen desde el azul como suicidas impulsivos que nos visitan en esta mañana agónica de signos inesperados…
Hablamos con el escritor cartagenero Efraim Medina Reyes sobre Los infieles Vol. 1.
Los infieles. Vol 1 Acto de pudor.
Foto: Editorial Seix Barral.
Por:CARLOS POLO 01 de agosto 2017
En el 2001 se publicó
Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, de Proyecto Editorial (hoy
Babilonia), una novela generacional que de inmediato se convirtió en un
extraño objeto de culto. Fue la primera novela de Efraim Medina Reyes
(Cartagena, 1967). Antes, en 1995, había ganado el Premio Nacional de
Literatura con el libro de relatos Cinema árbol, un puñado de cuentos
que fueron muy bien recibidos por los lectores y que revistas
especializadas de literatura como El Malpensante y Puesto de Combate
acogieron con elogiosas críticas.
En el 2003 inició una
serie de publicaciones con la editorial Planeta que le otorgaron mayor
notoriedad y reconocimiento: Técnicas de masturbación entre Batman y
Robin (novela), Sexualidad de la Pantera Rosa (novela), Pistoleros/Putas
y Dementes (poemas) y Cinema árbol (relatos). Corría el año 2006 y
Medina Reyes se había convertido en un innegable referente de la
literatura colombiana y quizá en el único escritor de su generación que
lograba tener éxito en Europa. Justo en ese momento de efervescencia
creativa y atención mediática, el entonces llamado l’enfant terrible de
las letras colombianas decidió sumergirse en el silencio. No solo dejó
el país para establecerse en Italia, sino que no volvió a publicar
libros. Seis años más tarde, en el 2012, Medina Reyes llamó otra vez la
atención de crítica y lectores con la novela Lo que todavía no sabes del
pez hielo (considerada por muchos su obra maestra). Se pensó que había
iniciado otra temporada de publicaciones sistemáticas, pero en vez de
eso el cartagenero desapareció una vez más de las novedades editoriales
hasta este 2017 en que, sin previo aviso, ha llegado a las librerías su
séptimo libro: Los Infieles Vol. 1 Acto de Pudor. Una novela que, como
indica su título, es la primera de una saga. Este capítulo relata la
historia de un profesor de filosofía que está en un hospital con una
bala en el cerebro intentando sobrevivir y haciendo al mismo tiempo un
balance de su vida. A propósito de sus silencios y regresos, conversamos
con Medina.
En más de una década usted ha publicado solo dos novelas, ¿por qué?Dos
novelas, dos líneas, dos palabras… ¿Qué importancia tiene el tiempo al
escribir? Ninguna. Soy un artista, no una foca.Mi interés por el deporte
es nulo. No quiero llegar a ninguna parte o romper un maldito récord.
Escribo y punto. Una palabra o mil me parecen igual de excesivas. Es un
dolor siempre, una mierda todo esto. Repito: Soy un artista y soy único,
pretendo comunicar algo y sé que los imbéciles publican un libro por
año, ¿sabe por qué? Porque no tienen que escribirlo. Y los celebro a
ellos, los quiero con el alma. Y me celebro a mí, me quiero con el alma.
No hay conflicto alguno.
¿No le preocupaba el olvido?
El olvido debe ser una aspiración, no un temor.
Efraím Medina Reyes, autor de Los infieles Vol. 1. Acto de Pudor.
Foto: Laura Elisa Posada
¿Cuál es la génesis de 'Los infieles'?
Surgió
de una reunión con mis editores, ellos me propusieron escribir un
ensayo para publicarlo como preludio de La mejor cosa que nunca tendrás,
el lado B de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, que era la
novela que debía entregar. Sin embargo, al llegar a casa, el pequeño
ensayo terminó convirtiéndose en Los Infieles Vol. 1 Acto de pudor.
Además
de 'La mejor cosa que nunca tendrás', que usted prometió hace años,
también está pendiente 'Bluesman/songs&stories', del que incluso leí
algunos fragmentos en su página de Facebook. ¿Piensa publicarlos algún
día? Tengo toda la intención, pero sigo mi propio ritmo… ¿Qué es ser infiel para usted?
Para
concebir tal acción debería antes aceptar que existe la posibilidad
real o imaginaria de ser fiel y mi estupidez no llega a tanto. Hemos
convertido un lugar común en un evento extraordinario. Si lo miramos,
por ejemplo, en el ámbito sentimental, parecería que la máxima
preocupación de las personas son los genitales de sus parejas. Es algo
tan obsesivo que ante la mínima sospecha de “traición genital” se llega
al crimen. Miles de mujeres son asesinadas cada año por sus maridos o
exmaridos por este motivo.
¿Qué pueden esperar sus lectores de 'Los infieles'? ¿Con qué se van a encontrar?
Estoy
satisfecho con el libro, creo haber logrado transmitir cierto tipo de
experiencia vital e intelectual que puede resultar importante para
cualquier tipo de persona. Es un libro bello, cálido, emocional, un
libro que abre un diálogo, y mi corazón y sentido de la amistad están en
él.
En tus libros siempre hay elementos autobiográficos, ¿en
'Los infieles' qué tanto toma de su vida y de su realidad? ¿O es solo
ficción?
En mis libros tomo de mi vida mucho y nada; no tengo
conciencia al escribir de mí mismo. En realidad, parto siempre de
sensaciones y jamás de hechos. Los infieles iba a ser un ensayo de pocas
líneas y de repente pensé en Deleuze y en lo mucho que conversaba sobre
él con Édgar Gutiérrez (un amigo entrañable que murió hace menos de
tres años en Cartagena) y sentí una profunda nostalgia. En ese estado
emocional el texto fue mutando y de alguna manera se convirtió en un
tributo a Édgar, a Deleuze y al insondable sortilegio de la amistad, que
es mi única religión en este mundo. El libro es ficción, pero todas las
sensaciones son reales. ¿Qué es la realidad para usted?
Es
el modo como el poder nos impone la estupidez como forma de vida. Al
aceptar la realidad nos convertimos en una cifra de esta y perdemos toda
posibilidad de comunicarnos con cualquier otro ser humano, porque eso
que llamamos “comunicarnos” son solo una serie mecánica de señales,
códigos y signos que la llamada realidad nos obliga a repetir. En la
llamada realidad no tenemos voz, somos el eco del eco del eco… Nacemos
pequeñitos, vamos a la escuela, "mi mamá me ama", trabajamos, amamos
porque otros lo han hecho, tenemos familia y al final morimos como
perros. La llamada realidad es una celda inmunda repleta de muñones
parlantes.
¿Qué opina de quienes lo critican y qué mensaje les deja?
Creo
que tienen razón, toda la razón, pero es lo único que tienen. Y el
mensaje es que ellos también están invitados a la severa tonga del
lanzamiento mundial de Los infieles. Será, como siempre, en La Cueva, en
Barranquilla, junto a mi adorado compadre y hermano Heriberto Fiorillo.
Habrá una gira nacional en septiembre e iré acompañado de mi 7 Torpes
Band.
Zoila Torres Nieto, junto al ataúd en donde reposan los restos mortales de su hijo, John Toncel, asesinado.
Fotos Christian Mercado
John Jairo Toncel Torres, de 28 años, fue asesinado a
puñaladas en el barrio Siete de Abril • Su progenitora dio a conocer la
historia del crimen, ocurrido la madrugada del viernes.
Eran las 4 de la tarde del lunes, al otro lado de
la línea una voz formal, sin matices o emociones evidentes, preguntó lo
inesperado.
John Jairo Toncel Torres, de 28 años, fue asesinado a
puñaladas en el barrio Siete de Abril • Su progenitora dio a conocer la
historia del crimen, ocurrido la madrugada del viernes.
Eran las 4 de la tarde del lunes, al otro lado de
la línea una voz formal, sin matices o emociones evidentes, preguntó lo
inesperado.
“¿Hablo con el periódico? Mire, periodista, es que a mi hijo
lo mataron en la madrugada del viernes y por acá no vino nadie, y hemos
revisado los periódicos y la noticia no salió en ninguna parte, nos
pareció raro”, dijo una mujer que se identificó como Zoila Torres Nieto,
residente en la calle 76 No 1B-42 en el populoso barrio Santo Domingo
de Guzmán, suroccidente de la ciudad.
De acuerdo con la mujer, quien además se presentó como madre
de la víctima, su hijo murió en la madrugada del viernes anterior en
medio de un feroz ataque con arma blanca. Su cuerpo fue hallado en la
mañana, en medio de un charco de sangre, a la vuelta de su casa, a un
lado de una calle destapada, barrio Siete de Abril.
Martes, 9 de la mañana
Frente al ataúd de color marrón y a una solitaria cortina adornada con
una cinta morada en forma de cruz estaba sentada Zoila, la mujer que se
negaba a que su hijo, quien vivió la mayor parte de su vida como un
indocumentado, fuera enterrado sin que su muerte se registrara en las
páginas judiciales de los diarios.
“Yo los llamé porque siempre que pasa una muerte así sale en
los periódicos, pero estuvimos revisando y buscando, pero no lo
sacaron”, explicó Torres, quien se gana la vida como vendedora de
tintos, cigarrillos y otras chucherías en la calle 72.
La matrona, una mujer robusta, contó que a su hijo John
Jairo Toncel Torres lo asesinaron tres días antes de su cumpleaños
número 28. “Lo vi por última vez el jueves, casi a la medianoche. Estaba
en la terraza y de repente se me perdió, y las 5 de la mañana del
viernes una vecina me avisó que lo habían matado a puñaladas”.
Mientras recibía las condolencias de uno que otro vecino,
la mujer, de 49 años, contó que su hijo buscaba el sustento diario con
lo que la gente desecha.
“Él era reciclador y trabajaba por los lados de Los
Almendros y Los Robles, por ahí todo el mundo lo conocía y le tenía
aprecio, porque él no se metía con nadie, aunque se tomara sus tragos y
tenía su problema con el vicio. A él no se le conocían enemigos ni nada,
era una persona tranquila, así que una no sabe qué fue lo que pasó, por
qué lo mataron de esa forma tan fea”.
De acuerdo con Zoila, para poder enterrar a su hijo, se
necesitó de la intervención de la Alcaldía, que corrió con los gastos
fúnebres.
Toncel, la víctima de un crimen que su familia no quería que
pasara desapercibido, fue sepultado ayer a las 4 de la tarde en el
cementerio del barrio Santa María.
Delgada, con el cabello platinado debido a las canas y un
vozarrón que retumbó en la pequeña estancia de la vivienda cercada por
un arroyo que despedía fétidos olores, María Luisa Torres, abuela del
difunto y su madre de crianza, aseguró que Toncel no se merecía una
muerte como esa.
“Es que le dieron un montón de puñaladas, en el cuello, en
el pecho y hasta en la cabeza. ¿Qué le podían robar a ese niño? Si él
salía a buscar su reciclaje y sus cosas viejas. Lo dejaron como a un
colador”, señaló la anciana.
Al igual que su hija, dijo que también le extrañó que la
muerte de su nieto no hubiera salido en los periódicos, por lo violenta.
“Fui la que lo crié y ese niño no se metía con nadie, a mí me traía
cositas cuando venía después de estar caminando con su saco desde las 8
de la mañana hasta las 7 de la noche”, contó la abuela.
Siete de Abril
Junto al muro en donde fue hallado el cuerpo en la calle 74 con carrera
1, ayer todavía había rastros de la sangre del reciclador.
“En la madrugada sentí el tropel de los perros, pero no
escuché más nada, ni gritos, ni nadie pidiendo auxilio, pero igual quién
se atreve asomarse a esa hora por acá, si de vaina uno está seguro
dentro de la casa”, indicó Felito Pérez, vecino del sector.
Agregó que también le parecía rara la naturaleza violenta
de este crimen porque “ese muchacho no se metía con nadie y se rebuscaba
con sus cosas viejas”.
José Flórez, otro vecino de la zona, recordó que el frente
de su residencia se llenó en la mañana del viernes de policías y
curiosos.
De acuerdo con Flórez, en su cerebro todavía ronda una
imagen que esa mañana le dio ‘los buenos días’. “El man estaba tirado
boca arriba, lleno de sangre y tenía los ojos y la boca abierta. Uno no
sabe si le iban a quitar algo o qué, porque ese man no se metía con
nadie, era tranquilo y se rebuscaba ‘camellando’ lo suyo”.
Anónimo
De Toncel Torres, ni su mamá, ni su abuela conservan fotos. De lo que
fue su anónima vida, solo quedó ese gesto rígido que le dejó la muerte.
Otro rostro más de esos que siguen dejando regados entre callejuelas
solitarias y callejones oscuros, las obvias trampas que tienden la
pobreza, el desempleo y las desacertadas elecciones de los miles de
personas que, como él, solo pueden aspirar a ver sus nombres impresos en
letras de molde, cuando son alcanzados por la violencia y por la
muerte.
A lo mejor fue por esa razón que su madre y su abuela
insistieron tanto en que les parecía inusitado que su asesinato no se
hubiera registrado en los periódicos.
No vine a este mundo a agachar la
cabeza, a obedecer, a alienarme, a convertirme en otro autómata enrolado en la
pantomima colectiva. No vine a este planet
blue, a dejarme moler por la fábrica de cortar tontos, porque si no
quieres, si tú no estás dispuesto, a ti no te cortan a pedacitos. No he venido
a esta cloaca interestelar, a bajar la mirada, a quedarme callado, a dejarme
uniformar…. No escribo para posar de intelectual o de poeta, hace mucho tiempo que
descubrí que soy alérgico a esos rótulos… No escribo para levantar niñas
lindas, para parecer interesante, aunque tenga claro que a muchos, esta pose de
intelectualoide de poca monta, les ayuda con su maltrecha autoestima. No
escribo para hacerme millonario, para comprar los zapatos de moda o el
juguetico electrónico de última generación o el carro último modelo, porque
tengo más que claro, que tratándose de nuestra madre patria, es más sencillo y
más directo este fin, si te metes a traqueto, o si te vuelves bandido de cuello
blanco… No escribo para que mis amigos me quieran más, o para que me odien un
poco menos… Escribo porque lloré tres veces antes de nacer, porque soy mayor
que mi padre… porque cuando yo apenas era una semilla mi viejo se bajó de este
mundo. Escribo por supervivencia, porque no sé hacer otra cosa, porque me
aliviana la carga, porque escribiendo, el mundo que llevo dentro duele un poco
menos. No vine a esta vida a servir intereses mezquinos, a sentirme superior, a
mirar a nadie por encima del hombro. No vine al mundo a convertirme en sátrapa,
déspota o cipayo… Tampoco escribo, como sé que hay muchos que posan de
escribidores, para humillar, para maltratar a nadie… No vine a este huevo
redondo, a esta atracción orgánica, a convertirme en un poca gente, en un mal
ser humano,en amigo del árbol que da
más sombra, en amigo del fruto podrido, del acomode, del interés. No vine a
este mundo para no poder mirarme al espejo y tampoco poder atajar el miedo, ese
que se les desparrama a borbotones a los perpetuadores de la frivolidad. A los
fraudulentos, a esos mentirosos que saben de maravilla mentirse a sí mismos
todos los días, mientras se aplican el desodorante y la espuma de afeitar. No
vine a este mundo a ser marioneta, ni títere, ni mandadero de nadie, o servir a
intereses oscuros. No escribo para humillar a nadie, ni para sentirme mejor, ni
superior a ninguno. No escribo para competir, ni para levantarme a la vecina o a la grupie
de moral confundida. Escribo porque me rasca el alma, porque mi vida ha sido un
blues solitario tronando en una esquina abandonada. No escribo para escalar,
para trepar, para alimentar el arribismo, la discriminación y la conveniencia.
Escribo porque me alivia ese dolor que vino conmigo desde vidas pasadas, desde
que fui juglar, rapsoda, griot, palabrero. Desde que frente a la caverna y al
lado del fuego, le contaba historias a la tribu. Escribo porque si no lo hago
me mata el aburrimiento, escribo para evitar el suicidio, porque conozco el
poder del Patos, del Logos, porque el universo primero fue palabra en la mente
del que todo lo hizo y para crear este mundo tuvo que nombrarlo. Escribo por
ese prístino:“hágase la luz”. Porque la palabra es poder, porque es espada,
fuego. Porque es las tres puntas filosas de una botella rota, porque es puñal,
cuchilla; ardor de medianoche, arcoíris, beso, almíbar; terrón de azúcar; sexo
femenino húmedo y dispuesto, un pájaro
en llamas surcando el cielo… No vine a este mundo a sucumbir ante la idiotez
global o ante la parrafada de los autoritarismos que los hay de todo tipo y en
cualquier charco… Vine a desenmascarar papanatas, de esos que pululan haciendo
la parodia del artista… De esos que por corazón tienen un signo pesos y en la
solapa de su camisa se puede leer el miedo, el mismo que por filosofía y
régimen alimenticio, esparcen como semilla, como palomitas de maíz que
revientan y revientan al calor de los días. No escribo para mendigar unos
cuantos Like en FB, no escribo para que me repliquen en 140 caracteres, porque
no me interesa resumir al mundo y ni mucho menos a los miles de mundos que
habitan esta cabezota. Estoy aquí con los dientes apretados, mascando un pedazo
del cosmos y ese milagro, solo me es permitido, porque lo que he dicho, lo he
dicho con el corazón, con los huevos, con cada una de mis vísceras. Porque un
día el destino tocó a mi puerta y me asignó la tarea de convertirme en
perseguidor del antiquísimo oficio de contar historias. Si en lo que dejas
regado en el papel no hay sangre, no huele a sudor, no está presente el semen,
el agrio sabor del dolor, no está implícito la sal de tu mar interior, es mejor
que te dediques hacer dinero y a las relaciones públicas amigo mío. Porque el
verdadero llamado no es para los perfectos hipócritas que le roban el alma a
este noble oficio y lo embadurnan con su mierda.