domingo, 27 de noviembre de 2016

Una noche de difuntos en el Cementerio Calancala

 
Foto: Jesús Rico
Barranquilla
Rubén Guerra y Alberto Patiño llevan 10 años cada uno vigilando que a este camposanto no entren intrusos, y velan porque no se cometan profanaciones ni actos delictivos en el recinto.
31 de octubre 10:30 de la noche, Cementerio Calancala. Bajo un cielo cerrado, carente del reflejo luminoso  de la luna y en medio de un silencio abrumador, violentado en escasas ocasiones por los ladridos lejanos de algún perro callejero que deambula, iniciamos el recorrido nocturno de la mano de los dos vigilantes de este camposanto, uno de los más antiguos y tradicionales de la ciudad.
Como una sombra más en la noche nos guía Rubén Guerra, quien lleva toda una década trabajando como vigilante en el  Cementerio Calancala y cuyos turnos casi siempre han sido en el horario nocturno.
De hecho, su vida laboral comienza a las 6 de tarde, cuando se cierran las puertas del cementerio al público y Rubén, acompañado de otro trabajador y de cinco perros sin pedigrí, queda aislado del mundo exterior hasta las 8 de la mañana, cuando se reabren las puertas del camposanto.
Su vida transcurre entre el ulular del viento, que subraya la ausencia de las voces o de los ruidos causados por la actividad de los vivos, y en medio del espacio sacro, poblado de cruces y de todo tipo de símbolos religiosos, en el que reposan los cuerpos, los huesos y demás restos de millares de seres humanos que cruzaron el umbral entre la vida y la muerte.
“Lo que más me gusta de este trabajo es que puedo ser útil a la sociedad. Con él, he podido salir adelante haciendo algo honesto” sostiene Rubén. 
Habla en medio de una atmósfera que recuerda la fragilidad de la existencia y hace conscientes a quienes la visitan de su fugaz mortalidad.  “Antes, cuando las paredes no se habían levantado así, como ahora, y no tenían alambre de concertina, esto era un desastre. Se metían drogadictos, homosexuales, parejas a hacer sus cosas, profanadores de tumbas. Todo cambió con la administración del padre Manuel  Domingo Arteaga, quien hace más de doce años le puso orden a esto”, apunta Guerra, con su escopeta terciada y la linterna en la mano, mientras ilumina los oscuros pasillos poblados de flores yertas y sombras difusas.
El silencio da paso a un repentino sonido de fondo. Como si se tratase de la banda sonora de la Víspera de todos los Santos, el blues desesperado de los grillos y las cigarra
s comienza a zumbar en los oídos.
Con diez años de experiencia, Guerra ya ha desarrollado ‘callos’ en sus nervios y considera que todo lo que se teje en torno a los cementerios, al Día de los Difuntos y al Día de las Brujas no son más que mitos. “Hay que temerle es a los vivos, mi hermano”, dice convencido, aunque recuerda un episodio puntual que logró hacerle temblar esa especie de coraza que lo mantiene a salvo de supersticiones.
Por qué llorará el niño. “En Semana Santa, también para los meses de junio y julio, y generalmente los viernes, he sentido nítido y claro el llanto de un bebé. Un llanto como desesperado y rabioso.  Y no lo he sentido yo solo. Varios compañeros, también”,  asegura.
Según Guerra, cada vez que el extraño llanto se hace sentir, hasta los perros quedan paralizados. “La segunda vez que lo sentí, ahí sí te digo que se me erizó la piel. Nos hemos puesto a buscarlo y todo, pero no encontramos nada”, relata.
Pero es mejor prevenir. Y Guerra, en el Día de las Brujas, asegura que por todo lo que se dice en los medios sobre la proliferación de rituales y actividades relacionadas con los muertos, ellos redoblan la seguridad, están más precavidos y realizan más rondas que las acostumbradas.
El contador público que vigila la paz de los muertos. Por su parte, Alberto Patiño lleva diez años alternando turnos nocturnos y diurnos semanalmente. “Toca estar pendiente, porque a veces se meten los viciosos a robarse las flores. Sobre todo en estas fechas, cuando se aproxima el Día de los Muertos” dice.
Para Patiño, el Día de las Brujas es como cualquier otro en el cementerio. Sin embargo, explica que, como cosa curiosa, es el día más oscuro del año. “Siempre es así. No sé por qué, pero generalmente aquí hay días en que no se necesita la linterna”.
El curtido vigilante nocturno acaba de obtener su título como Contador público, tiene cinco hijos “a quienes  no les hace  falta nada” y le debe todo a este trabajo, un oficio que la mayoría de sus conocidos rechaza por mera superstición.
“Uno encuentra cosas raras, como naranjas puyadas con alfileres, berenjenas cruzadas y con nombres de personas, muñecos hechos de  trapo con alfileres chuzándolos, veladoras negras y varias cosas de ese tipo. Si nosotros encontramos a alguien en esas, lo sacamos y quemamos las cosas en el horno”, aclara.
Uno de los momentos más extraños que vivió Patiño fue hace dos años, justo a las 12 de la noche, cuando un sujeto vestido de blanco llegó hasta la entrada del cementerio y, de espaldas, comenzó a lanzar naranjas mientras entonaba extrañas oraciones. “Fue un Día de Brujas como hoy. El tipo tiró doce naranjas y doce monedas de 100 pesos. Cada que tiraba una, hacía una especie de oración en una lengua indígena. Cuando terminó, se montó en una camioneta y se fue”.
Poco antes de la medianoche, ya de regreso de una ronda completa por el camposanto, un extraño sonido llama la atención  de todos. Los perros se dispersan y de una de las tumbas se escapa una especie de fuerte suspiro. Pareciera como si se escapara el aire de un objeto inflado. No era fácil de identificar. Patiño apuntó con el haz de su linterna hacia el lugar exacto de la procedencia del sonido y, aunque nadie alcanzó a ver nada, llegó a la conclusión de que era un gato crispado por la presencia de los perros.
Por lo menos, así lo explicó el escepticismo del vigilante, quien le presta poca atención a los mitos y leyendas relacionadas con lo paranormal que se tejen por estas fechas, derivadas de la creencia de los antiguos celtas, quienes pensaban que la línea que une a este mundo con el más allá  se estrechaba con la llegada del Samhain, una fiesta identificada como la raíz primitiva de la celebración pagana de Halloween.
Poco o nada cree él de eso, aunque los sucesos extraños sigan perturbándolo.
No solo a él, también al grupo periodístico que fue al Calancala. Al terminar de revisar las fotos tomadas en la jornada,  en especial una de Patiño sentado al borde de unos nichos,  se registra una extraña luz con forma de nube, flotando en el aire ¿Un efecto provocado por  las luces de las linternas, quizás? ¿Un fenómeno vedado para el ojo humano y captado solo por la cámara? Ni idea.
Lo cierto es que pasar la Noche de Brujas en un cementerio entre tumbas y muertos, es una experiencia entretenidamente sugestiva y no apta para corazones averiados.

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