Rubén Guerra y Alberto Patiño llevan 10 años cada
uno vigilando que a este camposanto no entren intrusos, y velan
porque no se cometan profanaciones ni actos delictivos en el recinto.
31 de octubre 10:30 de la noche, Cementerio Calancala. Bajo
un cielo cerrado, carente del reflejo luminoso de la luna y en medio
de un silencio abrumador, violentado en escasas ocasiones por los
ladridos lejanos de algún perro callejero que deambula, iniciamos el
recorrido nocturno de la mano de los dos vigilantes de este camposanto,
uno de los más antiguos y tradicionales de la ciudad.
Como una sombra más en la noche nos guía Rubén Guerra, quien
lleva toda una década trabajando como vigilante en el Cementerio
Calancala y cuyos turnos casi siempre han sido en el horario nocturno.
De hecho, su vida laboral comienza a las 6 de tarde, cuando
se cierran las puertas del cementerio al público y Rubén, acompañado de
otro trabajador y de cinco perros sin pedigrí, queda aislado del mundo
exterior hasta las 8 de la mañana, cuando se reabren las puertas del
camposanto.
Su vida transcurre entre el ulular del viento, que subraya
la ausencia de las voces o de los ruidos causados por la actividad de
los vivos, y en medio del espacio sacro, poblado de cruces y de todo
tipo de símbolos religiosos, en el que reposan los cuerpos, los huesos y
demás restos de millares de seres humanos que cruzaron el umbral entre
la vida y la muerte.
“Lo que más me gusta de este trabajo es que puedo ser útil a
la sociedad. Con él, he podido salir adelante haciendo algo honesto”
sostiene Rubén.
Habla en medio de una atmósfera que recuerda la fragilidad
de la existencia y hace conscientes a quienes la visitan de su fugaz
mortalidad. “Antes, cuando las paredes no se habían levantado así, como
ahora, y no tenían alambre de concertina, esto era un desastre. Se
metían drogadictos, homosexuales, parejas a hacer sus cosas,
profanadores de tumbas. Todo cambió con la administración del padre
Manuel Domingo Arteaga, quien hace más de doce años le puso orden a
esto”, apunta Guerra, con su escopeta terciada y la linterna en la mano,
mientras ilumina los oscuros pasillos poblados de flores yertas y
sombras difusas.
El silencio da paso a un repentino sonido de fondo. Como si
se tratase de la banda sonora de la Víspera de todos los Santos, el
blues desesperado de los grillos y las cigarra
s comienza a zumbar en los oídos.
s comienza a zumbar en los oídos.
Con diez años de experiencia, Guerra ya ha desarrollado
‘callos’ en sus nervios y considera que todo lo que se teje en torno a
los cementerios, al Día de los Difuntos y al Día de las Brujas no son
más que mitos. “Hay que temerle es a los vivos, mi hermano”, dice
convencido, aunque recuerda un episodio puntual que logró hacerle
temblar esa especie de coraza que lo mantiene a salvo de supersticiones.
Por qué llorará el niño. “En Semana Santa,
también para los meses de junio y julio, y generalmente los viernes, he
sentido nítido y claro el llanto de un bebé. Un llanto como desesperado y
rabioso. Y no lo he sentido yo solo. Varios compañeros, también”,
asegura.
Según Guerra, cada vez que el extraño llanto se hace sentir,
hasta los perros quedan paralizados. “La segunda vez que lo sentí, ahí
sí te digo que se me erizó la piel. Nos hemos puesto a buscarlo y todo,
pero no encontramos nada”, relata.
Pero es mejor prevenir. Y Guerra, en el Día de las Brujas,
asegura que por todo lo que se dice en los medios sobre la proliferación
de rituales y actividades relacionadas con los muertos, ellos redoblan
la seguridad, están más precavidos y realizan más rondas que las
acostumbradas.
El contador público que vigila la paz de los muertos. Por
su parte, Alberto Patiño lleva diez años alternando turnos nocturnos y
diurnos semanalmente. “Toca estar pendiente, porque a veces se meten los
viciosos a robarse las flores. Sobre todo en estas fechas, cuando se
aproxima el Día de los Muertos” dice.
Para Patiño, el Día de las Brujas es como cualquier otro en
el cementerio. Sin embargo, explica que, como cosa curiosa, es el día
más oscuro del año. “Siempre es así. No sé por qué, pero generalmente
aquí hay días en que no se necesita la linterna”.
El curtido vigilante nocturno acaba de obtener su título
como Contador público, tiene cinco hijos “a quienes no les hace falta
nada” y le debe todo a este trabajo, un oficio que la mayoría de sus
conocidos rechaza por mera superstición.
“Uno encuentra cosas raras, como naranjas puyadas con alfileres, berenjenas cruzadas y con nombres de personas, muñecos hechos de trapo con alfileres chuzándolos, veladoras negras y varias cosas de ese tipo. Si nosotros encontramos a alguien en esas, lo sacamos y quemamos las cosas en el horno”, aclara.
“Uno encuentra cosas raras, como naranjas puyadas con alfileres, berenjenas cruzadas y con nombres de personas, muñecos hechos de trapo con alfileres chuzándolos, veladoras negras y varias cosas de ese tipo. Si nosotros encontramos a alguien en esas, lo sacamos y quemamos las cosas en el horno”, aclara.
Uno de los momentos más extraños que vivió Patiño fue hace
dos años, justo a las 12 de la noche, cuando un sujeto vestido de blanco
llegó hasta la entrada del cementerio y, de espaldas, comenzó a lanzar
naranjas mientras entonaba extrañas oraciones. “Fue un Día de Brujas
como hoy. El tipo tiró doce naranjas y doce monedas de 100 pesos. Cada
que tiraba una, hacía una especie de oración en una lengua indígena.
Cuando terminó, se montó en una camioneta y se fue”.
Poco antes de la medianoche, ya de regreso de una ronda
completa por el camposanto, un extraño sonido llama la atención de
todos. Los perros se dispersan y de una de las tumbas se escapa una
especie de fuerte suspiro. Pareciera como si se escapara el aire de un
objeto inflado. No era fácil de identificar. Patiño apuntó con el haz de
su linterna hacia el lugar exacto de la procedencia del sonido y,
aunque nadie alcanzó a ver nada, llegó a la conclusión de que era un
gato crispado por la presencia de los perros.
Por lo menos, así lo explicó el escepticismo del vigilante,
quien le presta poca atención a los mitos y leyendas relacionadas con lo
paranormal que se tejen por estas fechas, derivadas de la creencia de
los antiguos celtas, quienes pensaban que la línea que une a este mundo
con el más allá se estrechaba con la llegada del Samhain, una fiesta
identificada como la raíz primitiva de la celebración pagana de
Halloween.
Poco o nada cree él de eso, aunque los sucesos extraños sigan perturbándolo.
No solo a él, también al grupo periodístico que fue al
Calancala. Al terminar de revisar las fotos tomadas en la jornada, en
especial una de Patiño sentado al borde de unos nichos, se registra una
extraña luz con forma de nube, flotando en el aire ¿Un efecto provocado
por las luces de las linternas, quizás? ¿Un fenómeno vedado para el
ojo humano y captado solo por la cámara? Ni idea.
Lo cierto es que pasar la Noche de Brujas en un cementerio
entre tumbas y muertos, es una experiencia entretenidamente sugestiva y
no apta para corazones averiados.
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