22 Mar 2018 - El Espectador
Joaquín Robles Zabala*
*Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena y magíster en comunicación de la Universidad del Norte.
Este libro, del escritor y periodista barranquillero Carlos
Polo, editado por Collage Editores (2018), contiene de relatos cortos que se
inserta en el abanico de las historias comunes, pero a su vez universales, que
hunden sus raíces en la edad de la inocencia, o en esos años maravillosos de la
irresponsabilidad que es la infancia.
Fragmento de la portada del libro de cuentos "Las malas
noticias siempre llegan primero".
La historia suele repetirse en muchos casos, y no
precisamente porque la hayamos olvidado, como suele asegurarse, sino porque el
material del que están hechas, es decir, las situaciones o acontecimientos, son
universales. Lo anterior lo podría explicar un conjunto de relatos que,
habiendo sido escritos en un país distante y en una cultura disímil, logran
producir en los lectores del otro lado del mundo esa identificación plena con
los sucesos que allí se narran. García Márquez, por ejemplo, encontró en los
libros de Faulkner esos grados de profunda cercanía con la costa norte
colombiana, y Cien años de soledad logró conectar los
sentimientos y experiencias de una nación fría como Rusia con los de un pueblo
caliente y perdido del Caribe.
La identificación de los niños del mundo con un relato
como Las aventuras de Tom Sawyer, o las de Huckleberry Finn, radica
en gran medida en que las experiencias de los chicos en un mundo tranquilo
suelen ser, casi siempre, las mismas. Las cuencas de ese largo y caudaloso río
que es el Mississippi se parecen mucho a las del Magdalena, o a las del Nilo de
los documentales, cuyo cauce baña gran parte del norte africano. O las
del Amazona, una serpiente de agua que se convierte en una larga frontera
natural que divide, entre otros países, a Perú, Colombia, Ecuador, Brasil y
Venezuela, para atravesar luego las Guyanas y Surinam e irse a morir al océano
Atlántico.
Los niños suelen vivir experiencias similares en distintos
momentos de sus vidas. Subir un árbol, saltar una cuerda, participar en una
carrera atlética, bañarse en un río, laguna o pozo, enamorarse de la chica más
bonita del barrio e ir a la tienda de la esquina a comprar algo por orden de
mamá, hace parte de ese mundo de vivencias comunes que el gran Mark Twain
retrató en esos dos clásicos de la literatura universal y que hoy siguen siendo
puntos de referencias cuando de acercase a ese territorio fértil de la vida de
los niños se trata.
Las malas horas siempre llegan primero, del escritor y
periodista barranquillero Carlos Polo, editado por Collage Editores (2018), es
un libro de relatos cortos que se inserta en ese abanico de historias comunes,
pero a su vez universales, y que hunden sus raíces en esa edad de la inocencia,
o en esos años maravillosos de la irresponsabilidad que es la infancia. “La
infancia es la patria”, escribió en alguna oportunidad el poeta francés Charles
Baudelaire y replicó ese otro gran vate del mundo como lo fue Jorge Luis
Borges. La infancia es la patria de cualquier niño que se hace adulto,
recordaba Whitman. No hay duda de que en todo gran poeta vive un niño que
fabula. Y en el caso de Polo no es la excepción. Los relatos de su libro están
hechos de esos retazos mágicos que solo pueden atribuírseles a la imaginación
infantil. O, mejor, a las vivencias de un niño convertidas en retazos mágicos
por el adulto, ya que la experiencia es el único material de elaboración que un
escritor tiene a su disposición en el momento de tejer sus historias.
Sin ese cúmulo de acontecimientos, sin esa experiencia
acumulada, un escritor no sería un escritor. Todos los caminos conducen al
cielo, escribió Francois Mauriac, y todos los juegos del mundo son un largo
recorrido hacia un jardín infantil. Un niño es, por esencia, lúdica. Es lo que
diferencia al púber del adulto. Es casi una utopía pensar que en un barrio
popular del Caribe colombiana no ocurra nada, que el tiempo transcurra sin
dejar sus estragos cotidianos o que un acontecimiento, o una serie de estos, no
estalle frente a nuestros ojos como un carnaval de colores. En realidad, los
sectores populares de todas las ciudades de la costa norte colombiana se
constituyen en verdaderos hervideros de sucesos: desde el perro callejero que
persigue y ladra eufórico al carro que transita por una avenida, pasando por el
vendedor de frutas, pescado o cualquier otra cosa, hasta las vecinas que
alegran la calle lanzándose insultos de una esquina a otra o se trenzan en una
pelea mientras que el resto del barrio las conmina a que se saquen los ojos.
En los doce relatos que conforman este libro, unidos por la
voz en primera persona del narrador, el mundo que nos presentan está filtrado
por unos acontecimientos que al final resulta difícil discernir si se trata de
unos recuerdos, un sueño macabro de alguien que duerme la siesta, o del diario
de un loco que no sabe si está despierto o solo imagina desde el cuarto de una
clínica de reposo todas esas historias que están previamente consignadas en un
viejo cuaderno, o en un puñado de hojas sueltas, y que solo al final, en
el relato de cierre, es develado al lector, así como el último de los Buendía
descodifica los pergaminos que contienen la historia universal de
Macondo.
Polo guía al lector subrepticiamente por unos espacios que
parecen creíbles, sin hacerlo sospechar que detrás de esas tardes de cielo azul
que caracterizan los veranos, de los fuertes vientos que sacuden los árboles, o
de las lluvias torrenciales que arrastran consigo techos y ahogan animales, hay
toda una alusión a un mundo que agoniza, a unos espacios que desaparecen
con la velocidad con que se levantan las grandes torres de edificios, a unas
costumbres que solo parecieran existir hoy en la memoria de los más viejos.
El chico que observa una noche tendido en el techo de su
casa el cielo estrellado y le cuenta al amigo que tiene al lado la historia de
que cada lucecita colgada es el alma de un muerto, es un homenaje, consciente o
no, a Tom Sawyer y a un Huckleberry Finn que, desde la balsa en la que navegan
el Mississippi, observan por entre las ramas de los árboles que se alzan en la
orilla, un cielo tachonado de luces. A sus alrededores, se siente la vida
vibrar como las oleadas de un viento que arrastra las nubes. Sienten el canto
de una lechuza o el palpitar del aleteo de un rayo de luna golpeando la
superficie del agua. Es una remisión a una época que empieza a desaparecer del
imaginario colectivo, pero que Twain, en un juego de memoria, rescata para las
futuras generaciones de jóvenes.
Así como Macondo es borrado de la faz de la Tierra por un
viento apocalíptico, la oscuridad de la noche borra la seguridad de las calles.
La luz del día es desplazada por las sombras nocturnas. Y la noche es casi
siempre un lugar peligroso, pues, así como en el bosque acechan las fieras
salvajes, la oscuridad de la noche es el espacio propicio para los ladrones.
Hay una especie de cordón umbilical invisible entre la caída del atardecer y el
miedo, ya que la oscuridad es como un imán que ejerce una profunda atracción
sobre los temores, dispara la fantasía y materializa los presagios.
Los niños, por lo general, temen a la oscuridad. Los adultos
no tanto, pero tampoco se sienten seguros en ella. El grupo de niño que juego
fútbol una noche en una cancha de tierra y de repente quedan a oscura al
cortarse el fluido eléctrico, experimentan ese leve terror que les produce el
hecho.
“Cuando el balón por fin llegó a mis pies y comencé a correr
como una flecha por la punta izquierda buscando el área, se fue la luz y el
parque y la cancha de arena quedaron completamente a oscuras”, cuenta el
narrador.
No hay luna ni estrellas. El cielo es una enorme mancha
oscura sobre sus cabezas. Y el viento se columpia entre las ramas de los
árboles polvorientos. La escena no tiene nada de aterradora. Tal vez si
un relámpago seco hubiera atravesado la oscuridad del cielo, los chicos habrían
salido literalmente disparados, y no por lo tenebroso del hecho, sino por la
poca seguridad que representaba estar a cielo abierto cuando estallan los
truenos.
La temperatura parece descender mientras los chicos,
sentados en unas viejas gradas, recuerdan, o se cuentan, anécdotas. Están
solos. Ni un alma a su alrededor. Pero, de pronto, alguien aparece. No es
alguien, en realidad, sino una presencia que ocupa un espacio muy cerca de
ellos.
La verdad es que nadie lo vio venir. Nadie supo exactamente
de dónde salió ni para dónde iba o qué estaba haciendo a esa hora merodeando la
cancha. Cuando quisimos reaccionar, ya se había sentado junto a nosotros, de
pura frescola, como si nada. Desde el primer momento en que se acomodó, justo
al lado de Xandro, una inexplicable sensación de angustia, de incomodidad, se
me instaló en la garganta. (p. 15 del original).
La fantasía abre entonces sus puertas y se materializa. Los
niños, seguramente, han escuchado la historia tantas veces que ya la han
interiorizado. El mal se hace visible en la oscuridad y el Diablo puede tomar
cualquier forma. Un referente a ese eterno dualismo entre bien y el mal, o
entre Dios y Lucifer. Dualismo que se concretó en Edad Media y llegó hasta
nosotros entre amenazas de conversión cristiana y la condena al Infierno.
Desde lo estrictamente temporal, los relatos de Huckleberry
y Sawyer están más cercanos a la Edad Media. El esclavo Jim es quizá una
muestra de ello, pero en Twain ese dualismo toma otra forma: los que rompen la
ley y los que intentan restaurarla. Ese componente de los mitos bíblicos en los
relatos infantiles puede rastrearse desde los cuentos clásicos de los hermanos
Grimm. Allí la desobediencia se paga. En el relato de Caperucita roja, la
tragedia de la abuela es una consecuencia directa de la desobediencia de la
protagonista. A Caperucita, su madre le ha advertido no abandonar el
camino, pero ella lo hace y al final termina contándole al lobo un secreto: la
visita que hará a casa de su abuela.
En este tercer relato que lleva por título Un extraño
encuentro con un hombre siniestro, los componentes axiológicos de la tradición
cristiana están presentes, pues, el Diablo, que ha tomado la forma de una
presencia poco clara, pero que el narrador define como un hombre sin
rostro, no solo sabe los nombres de cada uno de los chicos presentes, sino que
también conoce con exactitud las faltas cometidas por cada uno de ellos y
algunos secretos familiares.
Más allá de la moraleja sobre la desobediencia, está la
catarsis, ese estado de purificación de la conciencia con la que se busca la no
repetición de las conductas y emociones dañinas, y que está presente a lo largo
de algunos de los relatos. En uno, en particular, quizá el más significativo
porque inserta el deseo de venganza y da título al libro, Armando, un chico
solitario, pero al que nunca le ha faltada nada, regresa un día a su casa y se
entera de que su padre, un expolicía que se encontraba desaparecido, fue
hallado muerto.
El muchacho no sabe nada, en realidad, de la vida de su
progenitor. Es más, se podría asegurar que muchos de los elementos que
conforman esa cadena de hechos y detalles que el joven narrador nos cuenta, va
encaminada a mostrarle al lector un panorama oscuro, un pasado entretejido de
ilegalidad, tráfico de droga y sicariato.
En una escena anterior, los chicos entran a un cuarto y
hallan un revólver. La casa se encuentra sola, la madre de Armando no está, o
duerme en uno de las habitaciones superiores. Se podría inferir, por los
detalles que no escapan al ojo del narrador, que detrás de cada ornamento, cada
cuadro, cada mesa, cada jarrón de flores que adornan los rincones, está la
estética del traqueto, del sicario que cuelga en la sala de la casa un enorme
cuadro del Sagrado Corazón, o del Cristo crucificado, para que nada lo dañe.
Los chicos juegan con el revólver, que no está cargado.
Armando le explica a su compañero --que solo los ha visto en las series
policiacas de televisión-- el mecanismo del arma: cómo se acciona el gatillo,
el número del calibre y lo que pasa cuando se dispara.
Armando le confiesa a su amigo que se vengará. La casa, que
antes estaba adornada de cortinas y tapetes caros, de objetos de porcelana y
otros materiales, empieza a perder su opulencia. Se infiere que la madre, ante
la falta de dinero, se ha visto en la necesidad de vender muchas de las cosas
que había comprado el marido muerto. Hay en esta imagen una remisión a esa
metáfora de la decadencia, de la ruina que se hace visible en las paredes de la
casa, en la escasez de alimentos y en ese estado de locura en el que parece
transitar el muchacho que ha sufrido la muerte repentina de su progenitor. La
madre, al final, decide poner en venta la casa en donde ha vivido casi toda su
vida y abandonar el barrio. Esta noticia golpea al chico tan fuerte como la
desaparición del padre. En ese tránsito descubre, o escucha, que el asesino de
su “viejo” es otro policía, un oficial de la institución que desempeña un cargo
importante. “Un teniente que se la tenía montada”, afirma. Desde entonces
empieza a desvariar, pierde peso y se hace mucho más delgado. Su mirada,
siempre fija en un punto perdido, sus conversaciones consigo mismo y sus
movimientos espasmódicos, ponen en alerta a su madre, que, con la ayuda de un
psiquiatra, decide internarlo en una clínica de reposo.
Es aquí donde la historia da un vuelco de 180 grados y el
lector puede pensar que a lo largo de las casi ochenta páginas del libro el
narrador solo le ha estado “mamando gallo”.
*Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad
de Cartagena y magíster en comunicación de la Universidad del Norte.
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