11: 00 a.m. Calle 72 con carrera 68, sábado de Carnaval, barrio Bellavista.
 
La furia de los vatios de una especie de escaparate enorme y colorido instalado a un lado de la calle, del que escapaban los sonidos bestiales de un sabroso merengue de antaño… A lo oscuro metí la mano/ a lo oscuro metí los pies… (a lo oscuro) me dices tú/ (a lo oscuro) que sí mi amor… Recibieron a la otra, a la extraña que intentó ocultar los enormes cráteres y marcas dejadas por el acné, sepultándolos bajo toneladas de maquillaje, con las que pretendió embellecer a esa gigantona sobrealimentada de testosterona, a ese esperpento que le devolvió el espejo una vez que acabó la transformación, una vez que se atrevió a torcerle el cuello al cisne y asumir con cojones ¡mejor, con ovarios! el verdadero desafío, y mandó al carajo los 43 años de  construcción de ese estereotipo de macho musculado, y se soltó el moño, se levantó la pollera y se montó de una vez en los ‘tacones de Eva’.
La calle 72 era un hervidero de marimondas, maríasmoñitos, monocucos, gorilas, negros tiznaos, mujeres y hombres luciendo camisetas de colorines estridentes, frías, ron, aguardiente, whisky y gente yendo y viniendo de la Vía 40, a la espera de esa guerra en donde solo se disparan flores. Todos queriendo ser partícipes de la batalla de tambores, gaitas y danzas en medio de los cuatro kilómetros más gozones del Carnaval.
“¡Andaaaa Mireyaaa!”, gritó un monocuco asomado a la ventanilla de un bus. Un tipo ataviado con un sombrero vueltiao, corbata rosada y camisa de flores, tras una mirada escrutadora, soltó la mano de su bella acompañante, se llevó la mano al pecho y en tono burlón soltó una perla: “Acabo de conocer al amor de mi vida”. De una camioneta plateada que transitaba a paso lento por la calle, se escapó un grito que atravesó la acera de pretil a pretil. “¡Qué marica tan feo en la vida, nojoodaaa!”.
Puedo confesarles que en ese momento me mordió la duda, ese instante me iba como acojonando, como aculillando, y recordé de golpe todos los años de búsqueda de ese otro personaje que he venido representando, de esa performancia perpetua que se convirtió en una máscara permanente. Vestido de jeba ya no era más el duro, el tirador de trompá, el aprendiz de cosaco, el ‘rey lagarto’ Bukowskiano y Milleriano, el gonzo tropical de pelo en pecho, cigarro a un lado de la comisura del labio y dientes apretados. ¿Y qué coños hago aquí? ¿Qué carajos son estas cejas pintadas, este rubor, este labial carmesí, este escote, estas tetas falsas fabricadas con medias? ¿Y qué coño hago apretujado como una butifarra mal amarrada, luciendo mis piernas pelúas metido en un vestido ajeno? “¡Eso, vacílatela toda machi!”, gritó un pendejo desde una camioneta de alta gama. Tengo un mico narizón para que lo sepas tú / también el mico es ojón  y es bastante pelú/ es morisquetero mico ojón pelú/ y también hace piruetas/ mico ojón pelú…